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Santa María Tzejá, Ixcán, estructurada según el diseño arquitectónico de las aldeas modelos, para garantizar un mayor control por parte del ejército, a finales de los años Ochenta. Archivo de la Iglesia Congregacional de Needham (1987-1994)

Santa María Tzejá: el resurgir de las cenizas

El verdadero peligro: la división social de un país donde unos lo tenían todo y muchos nada.
La vida era imposible bajo la selva porque la gente no tenía qué comer.
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Santa María Tzejá: el resurgir de las cenizas

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En la década de 1960 un grupo de campesinos decidió construir su futuro. Las familias se querían liberar de la explotación en la finca y trabajar su propia tierra. Se adentraron en la zona selvática del Ixcán y fundaron Santa María Tzejá. Pero la guerra, la incursión del Ejército y la huida a México truncó muchos sueños. 51 años después la comunidad existe y su historia es la del despojo, la violencia y la desigualdad de Guatemala. También la de la resistencia y la esperanza.

Santa María Tzejá. Tres palabras que forman un nombre. No cualquier nombre, sino uno paradigmático, que encierra medio siglo de historia y de lucha marcada por sudor, sangre, miedo, desarraigo, reencuentro y resurgimiento.

Es sorprendente cómo el nombre de Santa María Tzejá, una aldea enclavada en la zona tropical húmeda al norte de Guatemala conocida como Ixcán, en el departamento de Quiché, es fácilmente reconocido por propios y extraños, dentro y fuera de las fronteras.

Para entender el arquetipo de «La Tierra Prometida, en el Paraíso Viviente» como la suelen llamar sus habitantes, es importante volver a sus orígenes y conocer varios momentos de la historia reciente que la atraviesan transversalmente.

El pasado 3 de mayo, Santa María Tzejá cumplió 51 años de fundación. La celebración de su aniversario, más allá de las festividades, la algarabía y los eventos sociales y deportivos, siempre ha tenido un carácter conmemorativo. Es el recordatorio del sacrificio y la valentía de un grupo de campesinos que a finales de la década de 1960 se atrevió a liberarse del yugo finquero.

Los fundadores de Santa María Tzejá eran en su mayoría familias mayas k’iche’ provenientes de diferentes partes del altiplano quichelense. Un pequeño grupo era ladino. Hasta entonces, todos eran jornaleros y trabajadores temporales de las fincas cañeras de la Costa Sur, o de las algodoneras y cafetaleras de la boca costa.

Mi padre, Apolinario Ortiz (Polín), solía contarnos que «bajaba» a la costa desde que tenía 12 años. Tras finalizar la temporada de cosecha, con sus hermanos se quedaban un tiempo más porque rentaban tierra para sembrar maíz que luego vendían para volver a casa con algo más de dinero. Por eso, como él, la mayoría de los fundadores de Santa María Tzejá eran analfabetas. No tuvieron oportunidad ni tiempo para ir a la escuela.

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«La aldea se inició como un proyecto colonizador en los bosques (las selvas) tropicales, en una época en que la iglesia católica estaba activamente ayudando a crear comunidades en tierras que pertenecían al Estado, en áreas remotas», describe Clark Taylor en el libro Semillas de libertad, educación liberadora en Santa María Tzejá, publicado en 2013 por AVANCSO.

Clark Taylor, un pastor protestante estadounidense que mantiene junto a su Iglesia Congregacional de Needham, Massachusetts, una relación de hermanamiento con la aldea desde 1987, se refiere al contexto de la colonización del Ixcán, impulsada durante las décadas de 1960 y 1970 por el Instituto Nacional de Transformación Agraria (INTA). El objetivo de los gobiernos de turno y de la oligarquía era bajar presión a la demanda de tierra por parte de la población campesina. Fue un proceso mediante el cual lograron mantener intacta la estructura de tenencia de tierra cultivada.

La estructura agraria guatemalteca se caracteriza por el modelo de tenencia de la tierra basado en el latifundio-minifundio. Hay una excesiva concentración del recurso en pocas manos, especialmente de élites beneficiadas por el Estado, y que se dedican al monocultivo y la agroexportación.

La base del esquema tiene sus orígenes en la colonia y se ha reproducido por siglos en las políticas socioeconómicas de gobierno. Como lo señala el Centro de Investigaciones y Proyectos para el Desarrollo y la Paz (Ceidepaz) en el estudio Problemática agraria en Guatemala: evaluación alternativa a 12 años de la firma de los Acuerdos de Paz, publicado en 2009: «Las cifras del Censo Agropecuario del año 2003 muestran una vez más el creciente proceso de concentración de la propiedad territorial en pocas manos y el ascenso de las pequeñas propiedades. Es así que el 92% de los pequeños productores tienen acceso al 22% de la superficie, mientras el 2% de los productores comerciales ocupan el 57% de la superficie. Por otra parte, el 72% de la tierra cultivable del país es ociosa, lo cual agudiza el fenómeno de la concentración en la tenencia de la tierra productiva».

Un sacerdote convertido

En 1961 llegó a Guatemala el sacerdote español Luis Gurriarán, de la congregación Misioneros del Sagrado Corazón, «para atender la llamada de unos obispos que pedían refuerzos frente a unas ideas novedosas y unas actitudes que confundían, genéricamente, con el peligro comunista». Así lo describió en 2007 en un artículo para elmundo.es Carlos Santos, periodista y escritor, autor de Guatemala, El silencio del gallo, sobrino de Gurriarán.

«Unas semanas le bastaron para advertir dónde estaba el verdadero peligro: en la división social de un país donde unos lo tenían todo y muchos nada. En sus primeras cartas a la familia ese cura joven, educado en el franquismo, se mostraba cansado de predicar a estómagos vacíos», prosigue Santos.

Testigo de la problemática indígena y campesina, y de las condiciones esclavizantes en las fincas de la Costa Sur, el padre Luis, como mejor se le conoce, empezó a impulsar el cooperativismo. En Santa Cruz del Quiché ayudó a la formación de cooperativas de ahorro y crédito. Pero quería ir más allá y pensó en una de carácter agropecuaria. Este tipo de cooperativa implicaba dotar a los campesinos de tierra alrededor de una organización comunitaria, estructura de trabajo colaborativo y solidario, y en el fondo, representaba el esquema más democrático de producción.

Tras explorar la parte sur de Petén supo de la Zona Reyna en Uspantán, Quiché. En1968 hizo reconocimiento del área y se convenció de que habían encontrado el terreno ideal para su proyecto. Invitó a campesinos que había conocido en el altiplano a fundar una nueva comunidad. Debido a la lejanía y lo inhóspito que parecía, muchos de sus conocidos no quisieron sumarse.

En 1969 logró la constitución de la Cooperativa Agrícola de Servicios Varios Zona Reyna R. L. El 10 de enero de 1970 trajo consigo al primer grupo de unas 15 personas a las selvas del Ixcán. Los acompañaba su amigo, el promotor social Fabián Pérez.

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Al inicio acamparon en la pequeña comunidad de Santa María Dolores, donde construyeron un ranchito para resguardar la poca alimentación y los escasos enseres que habían transportado a espaladas desde el inicio de la travesía.

Unos 15 días después llegó un segundo grupo. Iban dos mujeres para preparar la alimentación. Desde Santa María Dolores abrieron, a fuerza de machete, camino entre la espesa vegetación hasta encontrar un gran río, que después bautizaron Río Tzejá. Tzejá es la castellanización del vocablo k’iche’ tz’ija’, que significa nutria o perro de agua, una especie que encontraron en abundancia.

A orillas de ese río establecieron otro campamento, en donde construyeron dos ranchos y una cocina rústica. Después lo cruzaron y siguieron abriendo brecha en busca del lugar en donde establecerían el centro de la comunidad.

Con la asesoría de un ingeniero israelí, lograron identificar el lugar que actualmente ocupa el centro de la comunidad que después llamaron Santa María Tzejá, una composición de dos voces: Santa María, porque en mayo se celebra el Mes de la Virgen María en la tradición católica, y Tzejá, en alusión a las nutrias. Literalmente: Santa María del Río de la Nutrias.

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En mayo del 1970 llegaron las primeras familias a poblar Santa María Tzejá y dos años después la comunidad estaba totalmente poblada. Eran 114 parcelarios. De todas, había seis familias ladinas que, aunque parezca insignificante, ya era por sí mismo una peculiaridad de la aldea. Estaba abierta a la diversidad.

«Al llegar, las familias tuvieron que enfrentar hambre y falta de vestido. La ropa que usaban rápidamente se convertía en harapos. Los animales salvajes acabaron con los animales domésticos que se criaban para obtener alimento. La lucha contra las enfermedades fue constante en el área», escribe Taylor en otro libro, El retorno de los refugiados guatemaltecos: reconstruyendo el tejido social, publicado por Flacso en 2002.

Poco a poco, el desarrollo de la comunidad empezó a sentar raíces. Las familias ya habían construido sus casas con hojas de corozo y pamaco. Entre 1973 y 1982, con el apoyo del padre Luis y de los promotores sociales Fabián Pérez, Luciano Toj, Esteban Chay y la maestra de primaria Raisa Alicia Girón, la comunidad logró construir las casas para la cooperativa, la iglesia católica, escuelas, un campo de aterrizaje para avionetas, una casa parroquial, un salón de servicios sociales y otras obras.

Esperanza marchita

Las familias logaron sembrar árboles frutales, desarrollar la agricultura, cultivar granos básicos, y a través de la cooperativa agrícola, se implementaron proyectos de crianza de ganado vacuno y de siembra de cardamomo.

Pero también los nubarrones de la guerra civil alcanzaron a la región. La presencia de la guerrilla desde 1972 y el inicio de sus acciones armadas en 1975, era motivo para esperar la ofensiva del Ejército. Santa María Tzejá fue víctima de las repercusiones.

Taylor lo recuerda: «Las amenazas de muerte y el asesinato de trabajadores comunitarios alteraron la sensación de seguridad y de esperanza que nacía en las personas de la comunidad. Raisa, una joven y dedicada maestra de la escuela, fue la primera víctima de las fuerzas paramilitares afines al Gobierno, en enero de 1976. En los siguientes cinco años, ocho trabajadores comunitarios –que provenían de otros lugares y que vivían juntos y trabajaban en la aldea– fueron asesinados».

La tarde del 13 de febrero de 1982 una patrulla del Ejército incursionó en la comunidad y con las carabinas de guerra disparaba a diestra y siniestra en contra de los habitantes.

Las personas huyeron a la selva y se refugiaron en las parcelas, entre las siembras. Dos días después, el Ejército empezó a quemar las casas y a destruir las pertenencias. Mataron a los animales de patio, perros, gatos, pollos, ganado, caballos…

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Dos días después, el 15 de febrero, masacraron a 17 miembros de la familia Canil. Murieron hombres, mujeres embarazadas, niños y ancianos. Los encontraron en sus refugios en la parcela a orillas del Río Tzejá.

La vida era imposible bajo la selva porque la gente no tenía qué comer. En esa región del país llueve mucho y la falta de techo los exponía a los aguaceros y los niños se enfermaban de gravedad.

Por un tiempo, el ejército pareció retirarse, por lo que la gente decidió cultivar en sus parcelas donde aún permanecía escondida. Luego de unos meses volvieron con una nueva ofensiva. Destruyeron sembrados y quemaron granos guardados.

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Por el sufrimiento y para sobrevivir, la gente decidió huir a México para buscar refugio. La mayoría de las familias exiliadas pasó unos tres meses en la selva. Con mi familia llegamos a los campamentos de Chiapas un año y medio después de vivir en las montañas.

Luego, la mayoría de nuestros paisanos refugiados fueron reubicados en Campeche. El traslado a zonas más adentro de México era por el temor de que soldados guatemaltecos incursionaran en territorio mexicano para atacar a los refugiados. Nosotros, junto con unas pocas familias más, nos fuimos a Quinta Roo, separados del grupo de Santa María Tzejá.

En Quintana Roo se formaron cuatro asentamientos de refugiados. San José Los Lirios, Maya Balam, Kuchumatán y San Pablo La Laguna. En cada comunidad encontramos familias de la aldea y de otras comunidades aledañas en Ixcán que también hablaban k’iche’.

Asistimos a la formación de una nueva comunidad y a la construcción de un nuevo tejido social. Domesticar la tierra para el cultivo no fue fácil. Fueron más de cinco años sin lograr que las cosechas fueran suficientes para sostenernos.

La comunidad estaba dividida. La mayoría de las familias estaban refugiadas en México y mientras que unas 30 familias se quedaron desplazadas en Guatemala, y fueron sometidas al esquema de las aldeas modelo controladas por el Ejército.

Quienes nos fuimos a México recibimos atención de la Organización de Naciones Unidas (ONU) y de la Comisión Mexicana para Ayuda a Refugiados (Comar). Los refugiados se caracterizaron por valorar la educación y la organización comunitaria. Mientras, los que se quedaron en Guatemala vivieron en un ambiente de terror por la guerra.

Durante los años de exilio recibimos educación binacional, por decirlo de alguna manera. Con las bases del currículum mexicano, los maestros, que eran guatemaltecos que recibieron formación en México, nunca nos dejaron de hablar de Guatemala. En casa, nuestras reuniones alrededor de la mesa al anochecer, nuestras pláticas de camino al trabajo y lo momentos de anécdotas con los adultos, giraban en torno a la historia del país y los hechos que nos tenían en el exilio.

También nos hablaban de la esperanza que ofrecía la fertilidad del Ixcán y del sueño de tener tierra propia para no depender de las jornadas en las fincas. Esperanzas y sueños que la guerra truncó.

El retorno

A comienzos de 1990 comenzamos a escuchar la palabra «retorno». Se empezaba a hablar de las negociaciones de los Acuerdos de Paz y de las Comisiones Permanentes de Representantes de los Refugiados Guatemaltecos en México, que nos representaban en la discusión de condiciones para nuestro regreso.

Nuestra familia volvió a Guatemala en 1993, en el retorno masivo de refugiados guatemaltecos. El conflicto armado interno continuaba. Nuestro destino, Ixcán, aún estaba bajo fuego. Por eso debíamos hacer mucho ruido para llamar la atención y que todo el mundo pusiera sus ojos sobre nosotros. Era nuestra estrategia para evitar represailas del Ejército.

La mayoría de nuestros paisanos de Santa María Tzejá seguía en Campeche. En mayo de 1994 retornaron a Guatemala. Antes, tras largas negociaciones, nuestros representantes lograron que el extinto Fondo para la Paz (Fonapaz) indemnizara a las familias que el Ejército había llevado a la aldea modelo. Fueron llevados a la fuerza a trabajar y así abandonaron las tierras de los parcelarios fundadores.

El mismo día que volvieron los refugiados de Campeche, nuestra familia dejó Victoria 20 de Enero, la comunidad que fundamos los primeros retornados. También lo hicieron las familias que vivieron el desarraigo en las Comunidades de Población en Resistencia (CPR).

Ahora venía un nuevo reto: La reintegración, pero, sobre todo, la reconstrucción del tejido social. Más de una década y con vidas en diferentes condiciones, entre quienes se habían quedado y los que nos fuimos a México, había que zanjar ciertas tensiones relacionados con la realidad que tocó vivir cada grupo durante la guerra. Durante un tiempo algunas personas aún veían a quienes fuimos refugiados como una especie de «traidores» o «privilegiados». Para sanar fue clave la asistencia psicológica. Paulatinamente primaron los puntos de encuentro, comenzó a sanar el dolor e empezaron a hilvanarse las relaciones interpersonales.

Larga vida

Con este acompañamiento las personas hablaran por primera vez de sus traumas. Hubo un consenso de gritar al mundo el dolor. Se creó la obra de teatro No hay cosa oculta que no venga a descubrirse, no hay secreto que no llegue a saberse, que recoge las experiencias y las historias de la comunidad. Fue representada por un grupo de jóvenes de la aldea. Recorrió el país y ayudó a conseguir becas para los estudios de diversificado de los jóvenes.

En este nuevo comienzo también fue clave la educación. Como en sus inicios, Santa María Tzejá trabajó para tener acceso a una educación de calidad. Su mayor éxito ha sido centrarse en el modelo de «educación liberadora». Cuando las familias entendieron la importancia de la educación, las tensiones y brechas comenzaron a reducirse. Tras años de lucha y toma de conciencia, organización y hermanamiento, la comunidad comenzó a levantarse.

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En 1995 nos convertimos en una de las primeras aldeas, solo después de la cabecera municipal, en tener un Instituto Básico por Cooperativa. La comunidad exigió al Ministerio de Educación que aceptara a los maestros de la propia comunidad dirigir la educación. Tras un proceso de equivalencias, los maestros que venían de México recibieron la titulación oficial.

En 1997 se graduó la primera promoción de educación básica, algo inédito hasta entonces. En 1998 ingresó el primer grupo de jóvenes a la universidad. En los años siguientes se graduaron los primeros maestros, peritos contadores, peritos agrónomos y bachilleres. Luego volvieron a la comunidad los primeros profesionales universitarios, tras estudiar en la capital y en otras cabeceras departamentales.

Hoy en Santa María Tzejá hay abogados, ingenieros civiles y agrónomos, periodistas y comunicadores, auditores, arquitectos, médicos, zootecnistas, entre otros profesionales.

Santa María Tzejá no es un lugar cualquiera en Ixcán. Es un caso emblemático, porque hasta ahora, ha sido la única comunidad que logró la reunificación y reconstrucción de su tejido social. La aldea es un ícono de comunidad que resurge de las cenizas.

¡Larga vida, Santa María Tzejá!

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