Pero eso no es lo que me aterra de ir a Guatemala en estos días. Es más el recuerdo de una Semana Santa en El Puerto de San José, es la idea de ir a Guatemala.
Ayer barrí y barrí y barrí y no paraba de salir ese polvillo que se adhiere a las paredes, a los muebles que reside entre las juntas del piso de madera de la casa que habito.
Creo que lo dije antes, pero parece una tarea para Sísifo.
No me quejo. Después de todo, las bondades de mi nueva casa son tantas que la tarea de pelear contra el polvo parece pequeña. Y, además, queda la esperanza de que los próximos meses sean menos polvorientos.
Poco a poco va perdiendo esa imagen de campo de refugio de víctimas de alguna catástrofe y va agarrando más cara de casa. Y en la medida que los cuadros suben a las paredes, el polvo desaparece y las cajas van ordenándose en el cuarto del fondo poco a poco va pareciendo más un hogar que una casa.
Estoy lejos de cantar victoria y seguramente pasarán meses hasta que esté satisfecho con mi trabajo, pero el comedero, el baño para los pájaros en la ventana del comedor junto con una lámpara que compré el fin de semana van acercándose más y más a lo que me gustaría ver.
Mientras la casa va agarrando forma, hay otras cosas que no terminan de encajar. Cuanto más se acerca la fecha de volver a Guatemala, menos ganas tengo de ir. Aún para visitar. Yo se que debería ser todo lo contrario.
Se que debería ser distinto. Al menos no siempre fue como ahora. Hubo una época, cuando tenía 18 o 19 años, en que después de cerca de seis meses de vivir en España, quería volver a Guatemala. Estaba loco por regresar, quería estar allá. No sé por qué, pero extrañaba esos mostradores de tienda, esos que tienen vidrios en los costados y cuya edad se puede adivinar viendo las distintas capas de pintura superpuestas y descascaradas. Esa era para mí la imagen de la nostalgia.
Y de alguna forma me aferraba a ese mostrador como la imagen de lo que era “casa” para mí. Para mí, Guatemala y casa eran palabras sinónimas. Después de todo, mi casa estaba en Guatemala, mis amigos estaban en Guatemala, mi familia estaba en Guatemala.
No en esa Guatemala del mapa de mis primeros años de escuela primaria, que aún traía Belice como parte del territorio nacional. Era más bien un concepto que incluía mi cuarto en la Colonia Lourdes, algunas zonas de la capital, mi colegio y una idea bastante difusa de volcanes, indigenas y lagos cristalinos.
Hoy, a unos días de volver para pasar las vacaciones de Semana Santa con mis hijos, intento explicarme por qué no tengo ganas de ir a Guatemala. Mis hijos y mucha de la gente que quiero en este mundo vive en Guatemala y debería estar contento de volver a verlos.
Pero no. Puede ser que sí estoy emocionado de verlos pero que el concepto de Guatemala ya no encierra significado para mí.
Esa Guatemala idílica de la adolescencia, ese concepto-país que yo añoraba, ese mostrador de madera, pintado y repintado, esa tierra de los volcanes y las lagos cristalinos, ya no existe. O quizá sí, pero en fotos. Cuando la vivimos en “la humana realidad”, como diría uno de mis hijos, los volcanes y los lagos son lugares peligrosos a donde es difícil llegar y están atendidos por una industria turística que ignora las mínimas normas de servicio al cliente.
Y mientras me preparo para ir, mientras horneo unas galletas que me encargaron los chicos, mientras reúno los encargos, pienso si no habrá sido un error elegir la playa como destino para nuestra vacación.
Sobre todo después de una Semana Santa que pasé en el Puerto de San José hace un par de años y juré no volver al Pacífico Guatemalteco en días de guardar.
Además de los borrachos, la arena con olor a vómito, los asaltos y el calor, hay algo del Puerto de San José que me recuerda las cosas de la Guatemala que no sabía que existía.
Ese momento en que unos policías le están pegando a un marero, lo agarran entre como 20 policías y lo dejan pupuso a puros vergazos. El fotógrafo y yo nos metemos en medio de la molotera a ver que está pasando, me pegan, nos pegan, nos dicen que nos vayamos a la mierda, que qué putas estamos viendo.
Tomo el teléfono, llamo al vocero de la policía. Se caga de la risa, me dice que mejor me vaya a la mierda, que no me garantiza que pueda evitar que si los policías se ponen brutos no nos vayan a meter presos junto a los mareros.
Trato de hacerle entender que tenemos derecho de estar, de reportar lo que está pasando, de tomar nuestras fotos. Él me entiende, me explica que si por el fuera… Pero me trae a la realidad del país, de la policía, de los guatemaltecos. Me dice: "podés irte y pasar a comerte un ceviche a donde Blanqui en Escuintla o podés comer mierda y quedarte en la carcel improvisada en el Puerto de San José, cerca de las casetas de la Bravha y una casi barrashow ambulante que ponen en todas las ferias".
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