Hablemos un poco de la crítica. La crítica no es sinónimo de juicio. Se trata, en verdad, de un análisis ético o técnico, siempre objetivo, de la realidad concreta. En otras palabras, criticar es opinar, externar una idea con libertad y transparencia. Es hacer democracia directa. El componente indispensable de una crítica válida no es la corrección política, sino la integridad intelectual —la honestidad—. Todo lo demás es un proceso en construcción. ¿Nos podemos equivocar? Desde luego. Y lo hacemos frecuentemente. Y se vale. Lo que no se vale es callar ante tantas injusticias o conformarse ante tanta mediocridad.
A menos de dos años para nuestras próximas elecciones generales intentaré desnudar, explícitamente, algunas de las mentiras más populares de quienes se oponen a la ciudadanía crítica y proclaman el largo reinado de una nueva ideología: la moderación.
«Criticar es atacar»
No es raro que, cuando personas públicas se ven o dan por aludidas, se consideren atacadas. Confunden ciudadanía crítica con subversión. Esto es muy fácil de desmontar, pues el objetivo de la crítica es la guardianía de la acción pública y de los recursos compartidos, no identidades personales en sí mismas. Así, la crítica funcional siempre es buena y constructiva, aunque ofenda algunas hipersensibilidades.
«Criticar es irresponsable»
Dicen que criticar es irresponsable porque obstaculiza la función pública y perjudica el interés nacional. Lo cierto es, no obstante, que es la ausencia de crítica la que resulta irresponsable, ya que equivale a ausencia de interés en los asuntos públicos. ¿Cómo puede una persona desinteresada en sus propios asuntos ser un ciudadano responsable? Se intuye todo lo contrario.
«Criticar sabotea los consensos»
En democracias maduras se invita la oposición, se nutre la crítica y se fomenta el desarrollo informado de ideas contradictorias. En Guatemala no sucede nada de lo anterior. El disenso se considera saboteador del desarrollo. En consecuencia, se nos llama a renunciar a nuestras convicciones morales más profundas en pro de la viabilidad institucional y de la estabilidad política, independientemente su perversión o virtud.
A esta renuncia de conciencia ética la llaman «moderación» ideológica, y a ella atribuyen la capacidad de consenso, la cual, a su vez, equiparan con democracia. ¡Vaya problemón, próceres de la moderación! Un consenso que no nace de la honesta contradicción cosmológica de todos los grupos sociales no puede ser consenso. Se queda en imposición de unos pocos. Sí, el sueño es que moderación signifique paz, sensatez y sentido de equidad. Pero, ahora mismo, abanderar la moderación equivale a ser servil a un sistema profundamente injusto y opresivo, que de consensus populi tiene muy poco.
De ahí la necesidad de tomar una postura clara, vivirla y lucharla con orgullo y dignidad según la clave y el espíritu de los tiempos. Lo que toca es resistir a las modas, a las tentaciones de incorporarse al gran rebaño. Al camino fácil.
«Criticar es de extremistas»
También está la vieja estrategia hegemónica de la vergüenza pública para persuadir a las masas desinformadas. ¿Cómo se logra? Simple: estigmatizando a quienes se organizan en desafío del neoliberalismo y articulan discursos alternativos. Extremistas del buen vivir, fanáticos de la justicia social, atrincherados del socialismo, místicos del amor y la empatía. Paranoicos, gorros de aluminio y otras tonterías. Hasta se atreven a usar el término radical como insulto. La idea es callarte a través del ostracismo, la burla y la humillación.
«Lo válido es atacar las ideas, no a las personas»
Evidentemente. Pero estirar el argumento y tachar casi toda crítica de «falacia ad hominem» es otra estrategia hegemónica de quienes escriben la ley, escogen las evidencias y dictan la narrativa. Personas que se convierten en ideas, como pasa con el discurso único de Gloria Álvarez, los métodos habituales de Rodrigo Polo o el (ab)uso del poder típico de Álvaro Arzú, pueden ser objetos legítimos de crítica social. No por su color de ojos, cintura, acento, apellido o músculos (cualidades personales), sino por las ideas (en forma de discurso, método, conductas habituales, etcétera) que promulgan.
A veces desacreditar a una persona —o a un colectivo— en virtud de sus ideas y de sus prácticas tóxicas no solo es democráticamente válido, sino democráticamente necesario.
«No es de derechas o de izquierdas; la ideología polariza»
La ideología es una forma de interpretar la realidad y de fijar objetivos precisos. Esa realidad que interpretamos a través de la ideología se encuentra ya fragmentada por la incompatibilidad, la suma cero, entre los intereses de ciertos grupos sociales y otros, no por sus ideas contrapuestas.
De hecho, el despliegue de una ideología completa y profunda busca subsanar esos vicios de separación entre ricos y pobres, gobernantes y gobernados, naturaleza y tecnología, ciencia y espíritu, mercado y Estado, etcétera.
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Termino con esta reflexión: aunque muchas particularidades pueden alejar al crítico del criticado, su vínculo es sagrado. Es un impulso compartido por responder éticamente ante deficiencias de los arreglos sociales, económicos y políticos del siglo XXI. Cuidémoslo.
Incomodar más. Acomodar menos.
Por un 2018 con más crítica y menos adulación.
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