Nació en Quiché, es maestro y estaba ejerciendo su rol de periodista comunitario cuando sucedieron los hechos. Fue secuestrado y torturado por lugareños de Santa María Cotoxac, Uspantán. Era el 29 de agosto de 2014 y él tenía 21 años. Cuando pudo hacer la denuncia, narró que lo arrastraron hasta la escuela del lugar y que insistentemente le dijeron: «De aquí no salís vivo». Lo patearon, lo golpearon, le quitaron sus herramientas de trabajo y, a pesar de que mostró su carnet varias veces, no lo dejaron salir sino hasta horas después. Quienes lo violentaron eran autoridades locales en aquel momento, personas representando su función pública en el área local y que no obstante lo agredieron física y psicológicamente. Lo intimidaron y amenazaron de muerte supuestamente para obtener información, pero es más probable que lo que perseguían fuera silenciarlo, pues lo juzgaron como un riesgo potencial. A pesar de que durante el juicio esgrimieron que lo hicieron por seguridad, las agresiones cometidas en su contra no pueden entenderse como tales, ya que hubo uso indebido del poder y de la fuerza. Tampoco como una sanción ante un acto cometido contra la comunidad, pues el agraviado estaba ejerciendo su profesión y realizando las tareas inherentes a su oficio al momento de ser retenido con uso de fuerza.
Luego de dos años y ocho meses, sus agresores, los hermanos Antonio y Diego Itzep López, fueron sentenciados, por detención ilegal y amenazas, a cuatro años de prisión conmutables por una suma de Q7,300 cada uno o Q5 diarios, suma que, luego de ser cancelada, los dejó en libertad. La jueza Alma Lissette Herrera Girón, del Tribunal Unipersonal de Sentencia Penal de Santa Cruz del Quiché, que fue quien dictó sentencia, así como los anteriores jueces que intervinieron en el proceso, tuvieron la oportunidad de corregir la dimensión de los hechos, procesar por secuestro y tortura, pero se mostraron siempre renuentes a hacerlo. Lo único rescatable esa vez fue que en la sentencia se estipuló que la Fiscalía Especial de Delitos contra Periodistas debía seguir investigando.
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A pesar del mal precedente, Oswaldo siguió confiando en la justicia y utilizó los canales institucionales para que la fiscalía procesara a los agresores por tortura. En efecto, la fiscalía ha hecho su trabajo, ha investigado, ha actualizado el expediente, ha perfilado a los victimarios, y el caso está listo para ser presentado ante el juzgado competente. Sin embargo, para que el proceso pueda continuar, la fiscal general del Ministerio Público (MP), María Consuelo Porras, tiene que firmar un documento que permita declarar la competencia ampliada y llevar el caso en el Tribunal de Mayor Riesgo. El documento duerme el sueño de los justos en su despacho desde hace dos años. A pesar de que se ha solicitado una reunión con ella y con su equipo para desentrampar el caso, no se ha obtenido respuesta.
Es importante recalcar que con estas acciones se ha vulnerado no solo a Oswaldo, sino también a todas las personas que ejercen el periodismo y la comunicación, pues la impunidad les otorga a los agresores un permiso para seguir violentando. Si con la primera sentencia la justicia le dijo a la sociedad que violentar a un periodista es un delito menor que se resuelve a razón de Q5 diarios, esta dilación de la fiscal general para que Oswaldo Ical Jom pueda acceder a la justicia refuerza la idea de que hay permiso para violentar a quienes comunican. Total: ¡lo más probable es que el crimen quede impune o que haya que esperar tanto para obtener justicia que, para cuando esta llegue, será cualquier cosa, menos justicia! Además, deja otro mensaje contraproducente, ya que se violenta la libertad de expresión al contribuir al silenciamiento de las y los periodistas.
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