Al abrir las páginas amarillentas de mi cuaderno encontré, subrayados en tinta roja, los temas que íbamos abordando: el matrimonio, los factores de éxito de la luna de miel (por suerte, hice caso omiso de lo que ahí decía), los órganos sexuales de la mujer (incluyendo el clítoris —con su respectiva función y posición—). Dice también que tengo vilva (no vulva, y supongo que desde entonces ya estaba media sorda). Hay 14 líneas sobre qué es un embarazo y los métodos anticonceptivos escuetamente planteados. Recuerdo que, cuando la profesora nos explicó estos temas, nos dijo que una alumna suya había quedado embarazada por sentarse en la taza del inodoro donde momentos antes un joven había eyaculado (seguro se refería a Superesperman y a su polvo intergaláctico). Sin embargo, desde ese día ninguna de las chicas de la clase volvió a orinar sentada, todas como aguilitas, para no quedar embarazadas.
En 1983, cuatro años después de aquel curso de Educación para el Hogar, Costa Rica presentaba un 18.12 % de embarazos de adolescentes. Este porcentaje se mantuvo más o menos invariable durante décadas, con lo cual se evidenció que el problema persistía y que la receta de educar en temas biológicos y de meterles miedo a las niñas (porque el curso era solo para las mujeres) no estaba teniendo ningún impacto en los embarazos de las adolescentes.
En 2012 se pone en marcha el programa Educación para la Afectividad y Sexualidad, impulsado por el entonces ministro de Educación, Leonardo Garnier. Ese año, el 19.4 % de los bebés nacidos fueron hijos de madres adolescentes. El programa, criticado y amenazado por las fuerzas conservadoras de Costa Rica, parte de la visión de la sexualidad como un vínculo afectivo, corporal, ético y espiritual entre las personas. Dicho vínculo se expresa como la capacidad de los seres humanos de sentirnos bien con las otras personas y de hacer que estas también se sientan bien respecto a su dignidad. La forma más efectiva de construir los vínculos es estableciéndolos en la dimensión afectiva (reconocimiento y comunicación de los sentimientos), en la corporal (lo que estoy sintiendo en el cuerpo) y en la espiritual (los valores, los criterios éticos y el sentido de vida). Definitivamente, el programa va más allá de la dimensión biológica y de la intimidación que yo recibí a mis 14 años.
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Desde que entró en vigor este programa, el porcentaje de embarazos de adolescentes empezó a moverse hacia la baja. Finalmente, se doblegaba la curva. En 2019, ese indicador fue de 12.5 %. Seguramente, diversos factores se conjugan para explicar esta caída continua y sistemática del porcentaje de embarazos en adolescentes. Sin embargo, es evidente que el programa impulsado por Garnier fue determinante.
En Guatemala, según un estudio del Icefi, durante el período 2007-2014 ocurrieron en promedio 28,836 embarazos anuales en niñas de entre 10 y 17 años, un equivalente a 79 por día. Este año, de enero al 16 de septiembre se han registrado 77,847 embarazos en menores de 19 años, un promedio de 300 embarazos diarios.
Tal parece que acá estamos escalando en la problemática. Y valdría la pena replantearse, como se hizo en Costa Rica, si podemos cambiar algunas variables determinantes. La educación sexual es sin duda fundamental. Mis hijas en pleno siglo XXI habrían estado satisfechas con la información que tiene mi cuaderno de 1979, pero, en cambio, a ellas solo les hablaron de culpa, de miedos, y, si acaso, les mostraron el aparato reproductivo (porque para qué más sirven esos órganos).
Aún estamos a tiempo de hacer el cambio, pero tenemos que abandonar el siglo XIX. La educación sexual sin prejuicios, bien informada y con enfoque integral ha mostrado ser efectiva para disminuir los embarazos de las adolescentes. Nuestras niñas merecen un mejor futuro.
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