Tenía, mejor dicho. De los ocho o diez banquitos redondos en la barra, queda uno y está bastante maltrecho. El poblado se llama Sierra Blanca y es de esos sitios donde “salir de la ciudad” supone manejar durante unos 90 segundos hacia una colina donde un venado joven se aleja dando saltitos al advertir mi presencia.
La ciudad murió a partir del momento en que construyeron la autopista interestatal en los 70's. Antes, la carretera pasaba en medio del pueblo y el tránsito de viajeros derramaba bienestar económico para los comercios.
Hoy se ha vuelto famosa porque hay un puesto de control de la patrulla fronteriza a pocas millas de la ciudad donde cada cierto tiempo agarran a cantantes y actores mariguaneros. Cuando el delito es lo suficientemente chico para que no le interese a los fiscales federales, que es casi siempre, lo descargan en las autoridades locales.
Así, Willie Nelson y Snoop Dogg cayeron en la cárcel del condado por mariguaneros. Y acá estoy yo, haciendo una nota de eso en esta ciudad de edificios abandonados. Antes había un cine, varias gasolineras, moteles y restaurantes. Ahora, solo le queda ese encanto de pueblo con casas y comercios abandonados en los que donde una vez hubo comensales, clientes y vida hoy solo hay cactus y cardos.
La dueña de uno de los dos locales abiertos en la que solía ser la carretera principal me cuenta que abre cuando se le da la gana. Total, para qué, si ya nadie para. Es un negocio de venta de piedras, algo bastante común en estos lares. Son negocios para turistas que buscan un souvenir más “auténtico” que un vaquerito de plástico. “Sólo vienen a tomar fotos de los edificios abandonados pero no compran nada”, dice con amargura.
Aficionado a tomar fotos de edificios abandonados, me da un poco de vergüenza y decido cambiar de tema. De hecho, antes de hablar con ella eso era precisamente lo que estaba haciendo.
No hay alcalde, el pueblo es muy chico para eso. Pero la administradora me cuenta que hay algunas ideas para revivir la ciudad, algunas de ellas son bastante sólidas. Otras, verdaderamente descabelladas. La ciudad había tenido su motivo de ser hasta que ocurrió ese suceso catastrófico y ahora busca desesperadamente su identidad. Está buscando su razón de ser.
El trabajo va bien. La nota va saliendo y eso, sumado a que en las últimas dos semanas he tenido una buena racha con mis notas, ayuda a calmar mis incertidumbres. Es la primera vez desde que llegué hace casi un año que creo que entiendo lo que mis jefes esperan de mí.
La semana pasada hice una nota sobre una niña de 15 años nacida en Dallas, que por algún motivo decidió hacerles creer a todos que era una mujer colombiana de 21. Engañó a los policías de Houston, al Sheriff, a migración y al juez.
Engañó es un decir. Parece ser que en este país, la cosa más fácil de conseguir es que te deporten. En un sistema diseñado para impedir que se quede la gente, no hay quien se oponga al deseo de una persona -aún si es una niña negra, menor de edad y no habla una gota de español- a ser deportada a Colombia.
Al final la deportaron y en Colombia comenzó una nueva vida. La alcaldía de Bogotá y el gobierno colombiano le dieron trabajo y le dieron casa. La cuenta de Facebook la consiguió ella por su cuenta y desde allí proclamaba al mundo su vida de adulta. Sexo, drogas, nada de rocanrol y muchas decisiones que vistas desde mi oficina en medio del desierto parecen equivocadas.
A la chiquita la reimportaron de vuelta a Estados Unidos. A Dallas. Allí tendrá oportunidad de enfrentar a su familia, de la que había salido huyendo en un primer momento.
Y como a la vida le encantan las similitudes y los juegos de espejos, no dejo de pensar en Frédéric Bourdin, un treintañero francés que tenía una obsesión por hacerse pasar por un adolescente abandonado. En una de sus más famosas imposturas, logró hacerse pasar por un adolescente reportado desaparecido en San Antonio, Texas.
Bourdin fue deportado desde España y entregado a la madre del adolescente desaparecido. La mujer, adicta a la heroína y de alguna forma consciente que su verdadero hijo estaba muerto -al parecer lo mató su hermano- lo acepta en su casa sin chistar. Durante los meses que duró la impostura de Bourdin, nadie de su familia cuestionó los agujeros enormes en su relato. Y aunque ella, en alguno de sus delirios de drogas llegó a pensar que Bourdin era un enviado de Dios para castigarla, prefirió eso a enfrentar la realidad.
Como los agentes migratorios, los policías y los funcionarios del consulado, la familia “adoptiva” de Bourdin decidió hacerse la vista gorda. Siempre elegimos el camino de la menor resistencia, aún si eso significa hacernos los locos con una niña de 15 años que se quiere ir a vivir a Colombia o apechugar con un francés treintañero que asegura que es el hijo que sabemos que murió a manos de otro de nuestros hijos.
Antes de venir a El Paso, un amigo que también ha fijado residencia en diversos países a lo largo de su vida, me dijo que la principal ventaja de irse a vivir lejos es que uno puede diseñar quién va a ser de allí en más.
Bourdin y la niña hilaron cada quien una narrativa de quiénes eran ellos en el mundo. Una historia básica, simple, sencilla con detalles que van agregando color y credibilidad al relato. Y el resto nosotros no somos tan distintos. Nuestra verdad es más sustentada en los hechos que la historia de ellos. Pero al final de cuentas, los énfasis y las luces que echamos sobre las cosas que nos interesa destacar o las sombras que ponemos en nuestras áreas inconfesables nos acercan tanto a Bourdin y la niña que a veces me da miedo.
Y mientras intento hacer conversación con una fotógrafa rubia en una exposición de arte hace unos días me doy cuenta de que mi narrativa es casi inexistente. Nombre, profesión, lugar de origen y lugar de residencia. Y la identidad pública se me termina pronto. Una vez que agoto esos 50 segundos que me toma contar ese relato, un poco la misma historia que le tengo preparada a los funcionarios de migración en la frontera y los puntos de control carretero, no tengo más que decir sobre mí.
Debe ser que busco el camino de menor resistencia. Esa salida fácil que me explica ante los demás y mí mismo de la forma más expedita posible y que acelera las cosas en los retenes migratorios pero que no sirve para sostener una conversación.
Quizá es que a medida que pasa el tiempo, de tanto preguntármelo, de tanto darle vuelta a la cuestión de la identidad, del desarraigo, del lugar que cada quién tenemos en el mundo, he deconstruido mi propia identidad a sus enunciados mínimos, aumentado mi desarraigo y perdido mi lugar en el mundo. Puede ser nada más cansancio acumulado y esa sensación de como que me va a dar infección en la garganta.
Bourdain y la niña lo tienen más claro. No se lo cuestionan tanto ni le dan tantas vueltas. Sierra Blanca y yo, en tanto, seguimos buscando.
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