¿Qué queda? No nos cansamos de decir que aquí nadie despertó: no se puede dormir en un país dividido entre la miseria y la ceguera del privilegio. Las primaveras difícilmente nacen de la tierra seca y agrietada a la que sistemáticamente se le niega el agua. Pocos siguen escarbando aunque las uñas sangren. Pero la maquinaria opera desquiciada e insiste en que las estadísticas son más importantes que el dolor. Los números se apropian de las palabras, y el discurso vacío anhela los días en que los corazones se estremecían con la posibilidad de lo impensable.
Exhaustos pero no derrotados, buscamos nuevas preguntas. Es en esos instantes de mayor debilidad cuando el polvo se siente más y nos hace levantar la vista. A nuestro alrededor, miles de manos: firmes, invisibles a la arrogancia, sin uñas, anónimas, curtidas con dignidad, incansables. Nunca han dejado de remover la tierra y de escarbar. El súbito encuentro nos recuerda que no estamos solos, que con nuestra agua y sus manos, con su agua y nuestras manos, brotarán las flores. Se asoman convencidas porque este es su momento. Resisten.
Y aquí seguimos, tercos en la esperanza. El país no cambió, pero nosotros sí. No podemos volver atrás. La comodidad nos estorba. La ingenuidad se esfumó con las ideas despolitizadas, y la empatía se transformó en vocación. Y lo digo en plural. Lo decimos en plural. No fuimos pocos y, aunque ahora quizá somos menos, la energía aumenta. Esa energía está creando nuevos modelos empresariales, nuevos empresarios, nuevas ciudadanas, nuevas organizaciones, nuevas redes y un apetito de unidad, de cercanía con el otro, para impulsar esa política que ponga fin a la concentración de poder que mantiene la tierra fragmentada. Es posible. Estamos convencidos de ello.
Sin embargo, nueve madres no gestan un bebé en un mes. La impaciencia del cambio debe equilibrarse con lo masivo del desafío. Y hay errores. Muchos errores. Algunas caídas anunciadas y otras sorpresivas. Hemos arriesgado parejas, familias y trabajos. Algunos, hasta sus vidas. Hemos naufragado en las olas de la soberbia y del desdén. En escasos 18 meses ya hay cicatrices. Aprendimos que la justicia debe comenzar allí, donde más nos duele, donde más nos cuesta. La empatía se practica con quién más nos indigna, y las faltas graves se señalan con el compromiso de examinar las propias.
Hacer política es el reto. Desde nuestros trabajos, de la mano de nuestras parejas o en la soledad del impulso, en la rebeldía del amor y en la irreverencia de la alegría que rige nuestras acciones hasta que lo hegemónico deje de disfrazarse de aspiración y la autonomía sea universal. Cerramos este año pensando en quienes dieron la vida por nosotros sin conocernos para que no comenzáramos de cero, para que la tierra fuese fértil. Pensando también en ellas porque el cambio verdadero y sostenible es femenino. Y pensando en otras tercas y otros tercos en la esperanza como nosotros, donde sea que estén, para que pronto nos veamos a los ojos y reafirmemos —con solo una mirada— el compromiso de construir. Porque este paisaje solamente será país cuando todas nuestras manos cosechen por igual la oportunidad de ser lo que deseen ser.
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