Conforme la primavera se convierte en una cruel burla para quienes nos aventuramos a pensar que el clima en el que de hecho se puede vivir en estas tierras se extendería más allá de los primeros días de marzo y el calor marchita las flores, me convenzo de que a menos que desarrolle capacidades de iguana, el calor será un tema recurrente en mi vida los próximos seis meses.
Pero no todo es amargura. Antenoche, después de estar sudando como un condenado en el sofá de la sala, matando gente a diestra y siniestra en el Call of Duty (la verdad es que me matan más de lo que mato) y tomando agua de un tambo de galón -los vasos se hacen insuficientes en estas condiciones- decidí ir a dormir, a intentar dormir.
Estaba empashamándome -que en estos calores, la verdad, no es más que quitarme la ropa- cuando un gigantesco relámpago iluminó la porción del valle de Juárez que se ve desde la ventana de mi habitación.
Por una brevísima fracción de segundo se hizo de día. Se vieron los colores de las casitas colgadas de la ladera de una montaña, se vio el enorme cristo que está en la cima de ese cerro en este lado de la frontera, se vio el río y los muchachos de la border patrol sentados dentro de sus carros chateando con sus novias o novios, esperándo que cruce algún mojado.
Y, como si fuera una película, esa luz cegadora fue seguida del trueno y luego de un intenso chaparrón. No comenzó de golpe, sino como esas lluvias de verano, que se anuncian con unas gotas grandes como huevos de paloma, unas gotas que levantan polvo cuando caen sobre la tierra reseca y, en cuestión de segundos, ya estaba lloviendo como dios manda.
Siempre me gustó la primera lluvia después de una temporada de calor. Tiene algo de primera vez. Quizá no de primera primera vez sino de primera vez después de un buen tiempo. Tiene algo de reencuentro de amantes, de bálsamo para una tierra que necesita riego, de sonrisa, de qué bueno verte.
Fácil tenía como cinco o seis años de no experimentar eso. Cuando vivía en Guatemala, por un motivo u otro, siempre estuve de viaje cuando comenzaba a llover. Volvía cuando había pasado esa primera lluvia de finales de abril que anuncia que esa época que llamamos verano ha llegado a término. El final de las alfaplayas, la señal de que las las chicas gallo ya no estarán enseñando las tetas en el super24 del puerto de San José.
Esa lluvia que anuncia que prendieron los chorros y que el agua no parará hasta que los cerros hayan caído y los ríos se hayan llevado poblaciones enteras, arrastrando consigo los sacrificios humanos que exige la miseria de vivir en un país pobre.
Y, ahora que vuelvo a Guatemala solo en contadas ocasiones durante el año, en épocas donde aún no llueve o tiene meses de estar lloviendo, ahora que vivo en un lugar donde nunca llueve ya me había resignado a que no volvería a sentir esa sensación de frescura en el ambiente, ese olor a tierra mojada, ese descanso del calor.
Volví a Guatemala para Semana Santa. Fui a ver a los chicos, a los amigos, a Irene. Fui a Monterrico.
Pensé, por algún truco de mi imaginación o mis recuerdos, que Monterrico sería distinto al Puerto de San José. Después de todo, hay estudios que dicen que los recuerdos son parte recuerdo y parte imaginación. Que cada vez que recordamos algo ocurre un proceso similar a redibujar el recuerdo en un nuevo lienzo y cada vez guardamos ese “nuevo” recuerdo.
Quizá por eso me imagine que Monterrico sería distinto, quizá porque no había ido en Semana Santa, quizá porque no me había quedado en el pueblo.
Entre el calor, los mosquitos gigantescos y las piscinas turbias, Monterrico podría haberse convertido en el infierno en la tierra. Pero la compañía salvó el día, los días.
Una broma interna, una mirada, aprender a hacer clavados, unas galletas de chocochip hechas en casa, una explicación que me salva de caer en la categoría de personas con vida secreta, el saludo más cool de la historia de Monterrico, un trato y un pacto. Todo cabe en unos pocos días. Lo que no cabe es el día a día, el poder descubrir por qué uno de ellos está triste y no dice por qué y no poder meterse en el teléfono para abrazarlo hasta que todo pase.
Mientras tanto hago planes para el verano, para cuando podamos volver a vernos.
Si todo sale como está planeado, podremos reunirnos pronto para ver a la vieja amiga, festejar a los primos y montar suficientes montañas rusas como para que nos duela la cabeza un par de días.
Pero para eso aún falta y de momento mis días se van entre el trabajo y la batalla contra el polvo. Además de sellar con silicona todas salvo dos ventanas y reclutar una mujer que me ayuda los lunes, no me queda más que esperar a que los elementos no se confabulen en mi contra.
De momento, mientras abro la ventana y dejo que se cuele esa brisa húmeda y fresca de la tierra recién llovida, pienso que quizás no todo esté tan mal, que quizá las cosas seguramente van a salir bien al final de cuentas.
Nota del bloquero: A mis lectores que les gustan más los posts “políticos”, como algunos los llaman, debo explicar que hay días que tengo que ponerme al día con los acontecimientos de mi vida en Juárez (que terminó siendo mi life in El Paso), que hay días que necesito hacerle corte de caja a mi vida y explicarme las cosas. No sé cómo hacerlo mejor que por escrito.




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