Mientras conducía, luego de superar un aguacero, llegué a Totonicapán y era como siempre, entrar en una narración que supera el tiempo y el espacio, hay algo en ese lugar que, insisto, aunque el capitalismo está dejando una huella muy profunda, permanece bajo nuevas formas de vida, pero, a pesar de todo, está ahí una especie de energía y resistencia que habita de manera cotidiana y simple, una presencia que se mueve entre todo y todos.
Dijo alguna vez el poeta Luis Alfredo Arango: A Toto lo doblo. Lo desdoblo. Lo saco al sol. me lo pongo. Lo despulgo con cariño. Le quito los piojos. Le examino las costuras. Lo dejo a la intemperie llevando serenos y aguaceros.
Lo que pasó luego es algo que describirlo en estas líneas resulta imposible, he pensado mucho en qué hace uno frente a la belleza. ¿Contemplarla, sentirla, intentar describirla? La poesía no es nada más y nada menos que una mujer intentando entender su origen, un parque con mucha gente, una veladora, un canasto lleno de duraznos listo para comer, una taza de chocolate, un plato de frijoles calientes o un sombrero nuevo.
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Llegar a Chuimekena, que en voz k'iche' significa «Sobre el agua caliente», es una oportunidad para conectar con mi origen, un lugar de sueños y ayeres, ciudad milenaria encumbrada en las montañas, entre árboles, altares y pájaros que atraviesan el cielo. De esas horas que sigo procesando me quedo con la gratitud de encontrar gente que se convierte en familia, en las milpas moviéndose por la lluvia, la mirada profunda y triste de Doña Alicia y Antonieta, la plancha con el fuego encendido, las calles silenciosas, la profundidad filosófica que encierra un Güipil y, desde luego, el amor y respeto que le tengo a Atanacio Tzul. Fue reencontrarme con algo mío, una especie de objeto amado que ahora conservo en mi memoria.
Este territorio que habitamos es sin duda un interminable asombro, paisaje de contrastes que se alimenta de nuestra relación con las montañas, las piedras y la tierra, pero también es posible gracias a gestos simples y cotidianos en busca de la sobrevivencia, estamos llenos de ausencias y silencios, de cosas que aunque no verbalizamos, están ahí, presentes.
Regreso por la misma carretera llena de curvas, línea asfáltica que asemeja a una serpiente que conecta todo, Totonicapán, San Miguel, sus montañas y sus calles estrechas se quedan atrás, como ocurre siempre en la vida, pero creo que regresé siendo otro, mientras conducía de vuelta, agradecí por mi vida y por el amor, porque a pesar de nuestras tragedias, siempre hay un espacio para ser plenos y para descifrar el código de nuestra raíz más profunda.
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