Sigo a un grupo de melómanos en Facebook que incluye entre sus filas a alguien que frecuentemente deja ver en sus publicaciones las imágenes de cedés originales en sus cajas, siempre en buen estado, como si estuvieran saliendo del paquete.
En cierta forma, esas publicaciones me recuerdan ese ritual casi místico que implicaba una tarde en la tienda de discos haciendo cuentas de cabeza y mirando casi con tristeza mal disimulada aquellas cosas que no podías llevar.
Y en estos días las imágenes correspondieron a Ten, de Pearl Jam, lanzado en 1991. Treinta años para un disco que, de acuerdo con las estadísticas —no hay algo así como un Mr. Chip en este ámbito, pero sí las cifras de las disqueras—, es uno de los más vendidos en la historia.
Un hito enorme para un disco que, en principio, pasó casi inadvertido para las multitudes en un momento en el cual el grunge era una rareza que venía de Seattle sin la velocidad del internet y de las redes sociales.
Sin embargo, esa banda y su estilo musical, que tomaba una muy sana distancia de los berrinches del glam rock y del encanto natural del pop, empezaron a cobrar notoriedad gracias a esa gira en 1992 en la que fueron teloneros de los Red Hot Chili Peppers, que promocionaban Blood Sugar Sex Magik.
Pearl Jam cumplió el papel de la banda que abría los conciertos, esa a la que se escucha con cierta paciencia hasta que salen aquellos a quienes realmente fuiste a ver, junto con otros debutantes llamados Smashing Pumpkins y Nirvana.
[frasepzp1]
Una crónica de El País que firma David Saavedra recuerda esa gira de octubre de 1991 como una «piedra fundacional del bum del rock alternativo». Y seguramente lo es. Pocos meses después, el grunge reinaba en los listados de ventas y, para mi alivio muy personal, marcaba un giro total en el estilo musical que, por ejemplo, me hacía compañía para hacer ciclismo en el páramo del Cotopaxi en una jornada con granizo y caídas incluidas a la vista de volcanes andinos cubiertos de nieve y repitiendo en mi cabeza a Billy Corgan con «despite all my rage, / I am still just a rat in cage». Toda una historia de amor a tres bandas con la bicicleta de montaña, el grunge y los Andes.
El grunge fue para mí un respiro al final de una década de música superficial por excelencia, por mucho que los cincuentones guarden nostalgia de la época en que los sintetizadores desplazaron a las guitarras. Y mucho de eso se lo debo a Ten y a Eddie Vedder. Canciones como Alive, Even Flow, Black o Jeremy pueden ser himnos de jornadas memorables, de aquellas que pueden rememorar nombres propios de calles, ciudades o personas.
Miro con envidia una vez las imágenes de los cedés originales: los míos están en estuches; y las carátulas, en una de esas cajas con aspecto del cofre de tesoro que encuentra alguien que explora un ático. Sin embargo, solo así se puede explicar que aún existan después de más de una docena de mudanzas. En uno de esos estuches está una copia de Ten, comprada una vez más en una tienda de Huehuetenango allá por el 2001, para reemplazar una bolsa de discos robada en San Salvador.
Termino estas líneas dándole un vistazo al Twitter de Pearl Jam, que sigue la línea del activismo que siempre caracterizó a una banda que, por ejemplo, llevó un largo litigio para mantener accesibles los precios de las entradas de sus conciertos, mientras le doy volumen en los audífonos a Do the Evolution y pongo en mi lista de pendientes de escuchar a Gigaton, el lanzamiento más reciente —de este mismo año— de una banda que jamás se detuvo en la década de los 90: actitud que podrían copiar algunos lectores de esta columna, que no escuchan nada más que lo que ya escucharon hace 30 años.
Más de este autor