Libertad e independencia son términos que evocan también las condiciones de relacionamiento que en toda democracia debe haber entre el Estado y la sociedad. El Estado, sus instituciones, órganos y entidades autónomas, requieren funcionar con independencia entre sí.
De hecho, la Constitución política de la república lo expresa tajantemente en su artículo 141: «La soberanía radica en el pueblo quien la delega, para su ejercicio, en los Organismos Legislativo, Ejecutivo y Judicial. La subordinación entre los mismos, es prohibida».
Este viernes 15 de septiembre, con seguridad habrá celebraciones que rememoran ese día en 1821. Acción que fue plasmada en el Acta de Independencia cuyo artículo primero expresa con claridad las intenciones de quienes la suscriben. Es una confesión de intenciones y acciones que el ramaje derivado de las personas firmantes ha mantenido por más de dos siglos: declararse independientes de la corona, antes de que el pueblo decida hacerlo por sus medios.
Ese artículo marca la contradicción histórica entre quienes, en virtud de la supuesta declaración de independencia asumieron el control político y desarrollaron poder económico y el pueblo al que se excluyó de la decisión. No fuera, como indican en su acta, que este decidiera hacerlo por sus medios y ello implicaba que el poder capturado en ese momento podía perderse, y con él, los privilegios.
Dos siglos y dos años después, volvemos a una situación política de definiciones. El pueblo en las calles, en los espacios digitales, en la diáspora de diversa índole y en las comunidades y territorios dice basta. En varias formas y por diferentes medios ha hecho escuchar su voz de hartazgo por el estado actual de las cosas.
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El incumplimiento del artículo 141 constitucional es más que evidente. Los tres poderes del Estado actúan sin independencia y, de hecho, se concertan para prácticamente conspirar contra la sociedad a la cual se deben. La Constitución indica que ejercen un poder delegado, por el tiempo que duren en sus funciones.
No obstante, las autoridades al frente de los poderes del Estado y del sistema de justicia, Ministerio Público (MP) y Corte de Constitucionalidad (CC) incluidos, se han apoderado de la soberanía delegada, se han concertado para conspirar en favor de la impunidad y ahora procuran arrebatar la voluntad ciudadana expresada en las urnas.
De nada ha servido lo que declara la ley en materia electoral. El extinto Tribunal Supremo Electoral (TSE) ha dejado de ser el ente regulador de todo, pero todo, el proceso electoral y ha devenido en oficina gestora de votos. El MP, en manos de Consuelo Porras y con la actuación de sus brazos derechos, Rafael Curruchiche, Cinthia Monterroso y –el menos visible, pero no menos tenebroso– Ángel Pineda, se han encargado de cercenar el Estado de derecho en Guatemala.
Con sus acciones golpistas, estos funcionarios y las autoridades del Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial, mutilan el alcance de la soberanía para el pueblo, la libertad para el ejercicio de sus derechos y la independencia para decidir su destino.
De allí que tres palabras de dos siglos cobran vigencia, no para repetir el artículo primero del acta de independencia, sino para retomarlas en su justa dimensión, gritar a voz unánime: ¡BASTA!, y ahora sí, declarar la independencia de la corrupción y la impunidad.
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