Dicho tipo de Estado tendría tres elementos estructurales. Es posible que existan más, pero me centro en estos tres: a) actores paralelos que no fueron eliminados por el retorno a la democracia, b) un proceso de corporativismo estatal no autoritario y c) la paranoia por el término regulación (es decir, la idea de que toda regulación lleva a una planeación socialista). Es decir, la carencia de clarísimos mecanismos regulatorios orientados a la función pública transparente.
Sobre el primer elemento se ha escrito muchísimo, pero voy a tocar un rubro al que se ha hecho poca referencia: la estructura del Sistema Penitenciario. Dada la debilidad estructural del Estado, grupos paralelos lo sustituyen en el proceso de consolidar una función específica. Por eso perfiles como el de Byron Lima resultaban tan útiles tanto para desarrollar rubros económicos legítimos internamente como para el cobro de cuotas, diezmos, sobornos, etc. Incluso, bajo esta lógica, el control del narcomenudeo. ¿Cómo es posible esto? Bajo el argumento que estipula que el Estado debe consensuar con los internos el modelo que asegure el mejor ambiente dentro del espacio penitenciario. Allí se teje la relación de complicidad. Porque una cosa es dialogar con todos los internos (o representantes designados), y otra muy distinta es que un interno en particular tenga incidencia directa en la nominación de los perfiles para dirigir las diferentes cárceles.
Si esta misma lógica de dejadez, de ethos mafioso (por parte de un Estado y de una ciudadanía), se aplica a aeropuertos, puertos, reclutamiento por parte del Estado, aduanas y constructoras vinculadas a lo público, la canción se llama cooptación del Estado. Aquí se hace patente la segunda condición, un proceso de corporativismo estatal no autoritario. Esto significa, en pocas palabras, que la gobernabilidad de las democracias se da en los intercambios de ventajas entre las organizaciones de intereses. El Estado interviene como director o mediador, pero la lógica de la participación son los incentivos perversos que aparecen cuando el Estado transforma un sector en un botín que puede ser exprimido económicamente al mejor postor.
Nada de lo anterior es posible si se carece de mecanismos que regulen los procesos, es decir, mecanismos para consolidar capitales o verificar la procedencia de capitales, la antigüedad de una empresa que recibe concesiones del Estado, etc. Y si existen los mecanismos, hay discrecionalidad en su uso. No se diga la voluntad de hacer los procesos públicos a la ciudadanía. La información se publica con lentitud y, cuando se hace pública, no es completa. Aunque el Partido Patriota no ha sido el único en jugar con estas reglas, es muy interesante que, durante su gestión de gobierno, los ejercicios de medición sobre prácticas de transparencia solicitados por la CNUCC (Comisión de las Naciones Unidas contra la Corrupción) nunca recibieron un apoyo oficial. Y, claro, ¿por qué habrían de recibirlo?
Con tal radiografía, no sorprende la vinculación tan estrecha entre estructuras paralelas y actos de corrupción. Pero, incluso aunque no se desmantele una estructura paralela, la corrupción de cuello blanco tiene que atacarse. El escándalo destapado el pasado viernes en relación con la gestión del exministro Sinibaldi y las implicaciones de financiamiento electoral no reportado en las cuales estaría implicado el exembajador Ligorría son hechos importantes de perseguir aunque en ellos no se verifique la conformación de estructuras paralelas. ¿Por qué? En esencia, porque han secuestrado el proceso político y disminuyen la confianza en la democracia. Mientras el financiamiento privado de campañas no se regule de forma efectiva (o no se elimine del todo), es ilógico pensar que las propuestas políticas compiten en igualdad de condiciones. Por lo tanto, la circulación natural de élites políticas es imposible. Mientras no existan criterios técnicos, transparentes, verificables y draconianos en los procesos de licitación para ofertar servicios públicos, el output que se espera de la política pública jamás terminará de convencer.
Creo que este es el golpe más serio al sector privado. Destapa con claridad los enlaces del poder político con el económico. Quedan trazados. Quedan probados. Consolidar la democracia no será posible hasta que existan los mecanismos institucionales que limiten la incidencia que actores privados pueden tener vía las campañas y hasta que se deje de percibir el Estado como botín. Si estas condiciones no cambian, la transición jamás será completa.
Ante lo que estamos es, en realidad, ante un proceso de rescate de la democracia. Porque la parte que se refiere al demos no puede aparecer si la democracia y los procesos de Estado están secuestrados.
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