La semana pasada visitamos a los adultos mayores que participan en el programa de seguridad alimentaria iniciado por la emergencia de la crisis por covid. Este programa de atención a ancianos prácticamente desvalidos fue una manera de responder reinventándonos ante la necesidad emergente, considerando que los granos básicos subirían de precio. La visita tenía como objetivo realizar una sesión fotográfica para ilustrar la biografía de ellos.
Parte de lo valioso del programa es que los estudiantes y docentes de la Escuela de Diseño Gráfico de la Universidad de San Carlos de Guatemala están documentando todo en unos libros fotográficos como un valioso aporte que evidencia la valía de dichos adultos mayores como seres humanos y su cultura, así como sus costumbres, mitos, creencias, normas y valores, que guiaron y estandarizaron su comportamiento en la comunidad. Todos quedamos conmovidos con cada historia, que es un testimonio de haber sobrevivido al abandono en que el Estado y la sociedad sistemáticamente mantienen a las personas de la tercera edad.
Salimos desde temprano y pasamos a la casa de don Javier y de su hermana, doña Augusta. Ellos, gentilmente y hasta contentos, aceptaron la invitación, nos abrieron con afecto las puertas de su vivienda y nos permitieron fotografiar su vida diaria. Llovía por ratos. Hacía frío. Adentro, un fogón vacío calentaba la habitación. Era hora de almuerzo y, como otras veces que habíamos llegado, no tenían absolutamente nada para comer. Poco más de dos semanas antes les habíamos entregado una despensa de 95 libras de víveres y verduras, pero esa alegría les duró menos que un suspiro.
Como siempre, la seño Sandrita, directora de la biblioteca, no solamente realiza su labor voluntaria con amor y humanidad, sino que confía tanto en los beneficios de lo que hacemos que hasta invierte de sus propios recursos. Antes de marcharse a seguir documentando la vida en comunidades, les dejó Q10. «Cómo lamenté no haber tenido más dentro de la bolsa», me confesó. En horas de la tarde, cuando venían de vuelta cansados de haber trabajado en moto todo el día bajo la lluvia, vieron a don Javier parado a la vera del camino. Disminuyeron la velocidad para ver qué iba a decirles. Don Javier quería invitarlos a tomar una taza de café caliente con pan dulce.
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«Cabal compré mi pan, compré mi azúcar, y los estamos esperando», les dijo mientras él y su hermana ponían a secar al fuego la ropa mojada de nuestros compañeros.
Esos diez quetzales yo puedo gastarlos en dos minutos en una libra de manzanas o en una gaseosa y un Tortrix. Pero hasta eso es un privilegio cuando has tenido una larga vida de vejámenes. Yo sí puedo acceder a un trabajo bien pagado porque estudié. Yo comparto en círculos económicamente activos en la sociedad, y eso me permite tener acceso a buenas oportunidades. En mi casa todo me queda cerca. Tengo agua, luz e Internet. Tengo salud, soy adulta (pero no tan anciana) y tengo la tez clara. Ellos no.
Yo no puedo evitar pensar en el destino que tendrán los millones de dólares encontrados en Antigua. Pienso también en los millones que le van a dar al Ejército. Pienso en el avión inútil que tal vez digan que se van a comprar. ¿O irán a asignarse bonos?
Esto no va a cambiar. La precaria situación en que viven los abuelos desde que eran niños se va a repetir en cada niño y niña de mi comunidad a menos que se contrarreste con una política pública. Obviamente, para ello falta la famosa voluntad política. Nosotros estamos tomando acción para ofrecerles dignidad en el ocaso de sus vidas a estos ancianos que fueron dejados fuera del juego de la vida económica desde muy niños. Pero no importa cuánto trabajemos o si conseguimos hacerlo durante tres vidas enteras. Lograr el cambio en uno solo hace que el esfuerzo valga la pena.
Vos, ¿podés pensar en ellos cuando votés?
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