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Izabal. Una cabaña en el río

Me sentía en el eje de una combinación de fuerzas: el viento que parecía provenir de las estrellas, la inercia del barco y la presión de las velas, la resistencia de las olas contra la proa y el casco y la armonía que le daba a toda la operación mi continuo accionar sobre el timón.
Si desde el principio el río Dulce me había parecido un mundo aparte, don Juan lo convirtió en un lugar mágico.
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Izabal. Una cabaña en el río

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En ZOOM, los autores tienen una vinculación afectiva con el lugar del que hablan (o al menos eso intentaremos), y toman como punto de partida e hilo conductor un lugar concreto, un microcosmos, para hablar más ampliamente de esa región.

Izabal tiene la mayor entrada de agua dulce navegable entre el Mississippi y el Amazonas. Los cien kilómetros que van desde la desembocadura del Polochic hasta la barra de la Buga han visto pasar barcos piratas, barcazas, cayucos, lanchas, motos de agua, yates y veleros. Ese cuerpo de agua ha marcado la vida del departamento y mi vida también.

Fui por primera vez hace treinta y nueve años. Un gringo que se llamaba Barry le estaba construyendo una casa al papá de mi pareja y para una Semana Santa nos prestó el velero en el que se había venido a Guatemala. Llovió todo el tiempo y nos tuvimos que quedar anclados cocinando, lavando trastos y leyendo; en Izabal llueve cuando uno menos se lo espera y el mejor pronosticador del clima sigue siendo ver si está lloviendo o despejado cuando uno llega a Gualán.

La casa que Barry estaba haciendo quedaba sobre la margen del río Dulce, pasado el Golfete, entre la desembocadura del río Tatín y La Pintada, una denominación que proviene de los nombres y fechas que docenas de visitantes, usando pinturas de todos colores, han grabado desde principios del siglo XX en las paredes de piedra caliza que por ahí cerca bordean el río. Nos fuimos con Barry la siguiente vez. Cruzamos los dieciocho kilómetros de oleaje del Golfete y llegar al río Dulce fue como entrar a un mundo separado; de seda verde y silencio, de q’eqchi’es con ojos grandes remando en cayucos donde las leyes de la física parecían aplicar de una manera diferente porque era inexplicable cómo podían mantenerse a flote, si las bordas de sus embarcaciones sobresalían del agua apenas escasas pulgadas.

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Se llama río Dulce por contraste, porque cerca de su desembocadura hay otro río de menor caudal que permite una mayor entrada de agua de mar y le pusieron río Salado.

Para algunos, el río Dulce propiamente dicho consiste del cañón donde quedan los farallones entre Lívingston y el Golfete pero también se llama así al tramo entre el Golfete y el lago Izabal. Todo ese cuerpo de agua, desde el río Polochic hasta el mar, se formó en una depresión de la corteza terrestre causada por la interacción de dos placas tectónicas. «El límite de las placas Norteamérica - Caribe consiste de una zona de fallas activas de 100 a 260 km de ancho y de alrededor de 2,000 km de extensión: zona de fallas Chixoy – Polochic – Motagua – falla Swan – falla Oriente, falla Septentrional, sistema Puerto Rico». Según este mismo estudio la gran zona de fallas por donde corre el río Dulce se originó por lo menos hace unos 65 millones de años.

Uno sólo puede imaginarse cómo habrá sido cuando los primeros pobladores llegaron hace unos 15,000 – 20,000 años provenientes de Asia y de las costas de Norteamérica. A los antepasados de los q’eqchi’es se les deben haber agrandado los ojos más todavía cuando descubrieron los farallones, pero no se cuenta con ninguna información de esa época. La primera mención histórica está en el manuscrito de los Señores de Zacapulas: «En ese tiempo situado hacia el año 600 antes de Cristo fue cuando los primeros keqchís poblaron varios de los cerros de este territorio inmenso enmarcado por los ríos Polochic y Chixoy». De ahí, no es sino hasta el viaje del cacique Aj Pop O’ Batz a España en 1544 que se vuelve a mencionar: «Lo único que consta por la tradición oral es que salieron hacia el Polochic, pasaron el Golfo Dulce y se embarcaron en Puerto Caballos hacia Cuba».

Aj Pop O’ Batz fue el cacique de caciques de los doce calpules de habla q’eqchi’. Gobernó la región autónoma de la Verapaz, que incluía parte de Izabal, durante treinta y nueve años. Durante su gobierno los españoles de corte duro, soldados y encomenderos, tenían prohibido entrar a la zona. Sólo les era permitida a los dominicos de fray Bartolomé de las Casas para que pudieran hacer su trabajo de evangelización pacífica.

Puerto Caballos, hoy Puerto Cortés, fue la principal entrada marítima a Guatemala, hasta que por «los continuos ataques piráticos sobre los puertos del Mar del Norte, y la imposibilidad de fortificar a Puerto Caballos, el ayuntamiento de Santiago de Guatemala solicitó a la real audiencia el 15 de marzo de 1603, que se buscara un puerto alternativo más cercano a la provincia de Guatemala, y que brindara mayor protección. La petición se tomó en cuenta, y tras efectuarse exploraciones, el 27 de marzo de 1604 ubicaron un lugar aparentemente ventajoso, que se nombró Santo Tomás de Castilla, el cual entró en funcionamiento el siguiente año».

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Santo Tomás también fue objeto de ataques piratas. Sin embargo, las principales propiedades españolas estaban tierra adentro, asociadas a las poblaciones San Antonio de las Bodegas y San Pedro de Amatique. Para protegerlas Felipe II mandó a construir el castillo San Felipe de Lara, un pequeño fuerte localizado donde se juntan el río Dulce y el Lago Izabal. Los piratas, entre ellos ingleses, holandeses, belgas, franceses y portugueses, destruyeron la torre del fuerte en 1604 y no fue reconstruido sino hasta 1654. Cuentan que de noche se levantaba una pesada cadena que iba de orilla a orilla para impedir que las embarcaciones piratas entraran por sorpresa.

Desde principios del siglo XIX se desarrolló en Izabal otra historia silenciosa: la de la población garífuna. Los negros caribes se originaron cuando dos barcos que traían esclavos de Nigeria hacia las Antillas Mayores naufragaron cerca de San Vicente, en las Antillas Menores. Los indios caribes los acogieron y los dejaron quedarse y mezclarse con ellos. En 1796 los británicos invadieron San Vicente y como parte de su represión contra los nativos deportaron a los negros caribes, primero a Jamaica y después a Roatán. Como esta isla es pequeña y tiene poca tierra fértil los negros caribes les pidieron a las autoridades españolas en Honduras que los dejaran asentarse en tierra firme. Éstos les pusieron como condición que aceptaran trabajarles como soldados, los caribes aceptaron y así fue como colonizaron toda la zona de La Ceiba, Tela y Puerto Cortés, llegando a Lívingston. Otras versiones de esta historia dicen que vinieron de Haití y de Belice.

La primera vez que fui a Lívingston era un pueblo Caribe con un poco de influencia maya q’eqchi’. La rocola de una cantina tocaba reggae o punta y los negros se ponían a bailar. Cuando se acababan las fichas se levantaba un q’eqchi’, ponía rancheras y los garífunas se sentaban. Se acababan las rancheras, un garífuna se levantaba a poner más punta y reggae, los q’eqchi’es ponían caras de aburridos y esperaban su turno. Al final de las cuentas en aquellos combates musicales siempre paraba ganando la música Caribe.

Estas rivalidades subieron de tono. Diez años más tarde, caminando por una calle del interior del pueblo con dos amigos, escuchamos un estribillo que decía más o menos así:

«Lívingston, tierra de negros;
Guatemala, tierra de indios.
Indios váyanse a Guatemala.
¡No queremos come masas!»

Lo coreaban dos jóvenes garífunas que caminaban abrazados calle abajo.

Ahora la situación se ha revertido. Los garífunas tuvieron mayores facilidades para emigrar porque muchos hablaban inglés y además encontraron apoyo de otros emigrantes caribeños en países como los Estados Unidos. Al mismo tiempo aumentó la presión poblacional y la migración interna q’eqchi’ y ahora Lívingston es un pueblo q’eqchi’ con sabor garífuna. Todavía se come tapado, bulá y pan de coco y se puede tomar gífiti pero la mayoría de los negocios están controlados por q’eqchi’es y la mayor parte de la población pertenece a esta etnia. En justa revancha los garífunas ganaron la guerra musical: en los bares y discotecas de Lívingston uno encuentra jóvenes q’eqchi’es peinados bailando punta casi como el mejor de los garífunas.

También en el siglo XIX se dio en la zona una inmigración belga. En los años 1830’s los ingleses recibieron varias concesiones de tierras en Guatemala; se dice que una de ellas fue de ganancia, para ver si al fin construían la carretera de Santo Tomás de Castilla a la capital, lo cual se habían comprometido a hacer después de haberse quedado con Belice. Los ingleses les vendieron una de estas concesiones a un grupo de belgas pero el rey Leopoldo I no le quiso dar su visto bueno a un esquema de colonización sin antes mandar una comisión de exploración. El presidente de la comisión fue el coronel e ingeniero Rudy de Puydt, quien se enamoró de la zona y en especial de Santo Tomás de Castilla, logrando negociar con el gobierno de Guatemala una concesión directa de cuatrocientas mil hectáreas. Ésta sirvió de base para crear la Compañía Belga de Colonización, la cual envió ochocientos ochenta inmigrantes belgas entre 1843 y 1845, más ciento treinta alemanes que se colaron provenientes de Punta Gorda, donde un empresario alemán inescrupuloso los había ido a tirar. Después de muchos de esfuerzos, alegrones y tormentos a la altura de 1858 la empresa había fracasado. Se fue a pique porque sus promotores quisieron trabajar bajo la sombrilla del Rey, tratando de arriesgar lo mínimo pero ganar lo máximo y esto los dejó a merced de las políticas gubernamentales y a la vez sin la capacidad o motivación para actuar como una verdadera empresa privada.

Hacia finales de ese mismo siglo el gobierno de José María Reyna Barrios terminó de construir el ferrocarril desde la capital hasta Puerto Barrios, ciudad vecina a Santo Tomás de Castilla y a la que el presidente dio su nombre. Guatemala siguió concesionando tierras y así fue como la United Fruit Company –UFCO– se hizo dueña de unas 228,000 hectáreas en todo el país. En 1912 la frutera compró el ferrocarril y por su medio transportaba su producción desde Bananera hasta el muelle de exportación en Puerto Barrios.

En 1954 el gobierno de Jaboco Arbenz expropió 70,000 hectáreas ociosas de las plantaciones de la frutera en Izabal pagándole $1.19 USD millones con base en el valor que la empresa había reportado en su declaración de impuestos del año anterior. La frutera exigió que le pagaran lo que estimaba como el valor real, que era $19.35 USD millones. Guatemala se negó y el secretario de estado de los EUA y accionista de la UFCO John Foster Dulles le pidió a su hermano Allan, director de la CIA y también accionista de la frutera, que interviniera a favor de sus intereses; acusaron a Arbenz de querer alinear a Guatemala con el bloque soviético y le dieron golpe de estado poniendo en su lugar a Carlos Castillo Armas.

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Por la misma época del golpe de estado contra el gobierno de Arbenz un terrateniente local mandó muestras minerales a la Hanna Mining Company y resultaron ser níquel. En la primera mitad de los setentas el gobierno de Carlos Arana Osorio trabajó a marchas forzadas para otorgarle una concesión de cuarenta años a una subsidiaria de INCO, Exploraciones y Explotaciones Mineras de Izabal – EXMIBAL, iniciativa que generó oposición en muchos sectores. La Universidad de San Carlos creó una comisión para analizarla, integrada por Alfonso Bauer, Julio Camey y Adolfo Mijangos; Bauer y Camey fueron atacados a tiros en noviembre de 1970, resultando en la muerte de Camey y en el exilio de Bauer mientras que Fito Mijangos fue asesinado en febrero de 1971. El contrato entre el gobierno de Guatemala y la EXMIBAL fue firmado tres meses después.

La EXMIBAL exportó níquel durante una década por medio de lanchones que pasaban por el lago Izabal y el río Dulce. Para hacer seguro el paso nocturno señalizó la entrada y salida del Golfete con balizas cuyos restos sobrevivieron hasta hace muy poco sirviendo de referencia para la navegación nocturna de todo el tráfico del río. La empresa cerró operaciones en 1981 y en 2003 le vendió sus derechos de explotación a otra empresa canadiense, la Geostar Metals, Inc.

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Por esa época Barry terminó la casa que le estaba haciendo al papá de quien había sido mi pareja y con su esposa Brigitte planificaron su viaje de vuelta a la Florida en el mismo velero que nos habían prestado. El primer tramo era Lívingston – Roatán pasando por los cayos Zapotillos y me invitaron a que me fuera con ellos. Primero nos tocaba limpiar el fondo del barco que se había llenado de percebes e invertimos un par de días en esta tarea; usábamos tanques de buceo y con espátulas raspábamos el fondo del barco que se encontraba anclado justo en la desembocadura del río Tatín. Al hacerlo se formaban grandes nubes turbulentas de material orgánico blanquizco y de esa cuenta paré con una infección de oídos que me impidió bucear o hacer snorkel en los Zapotillos; todo lo que hice fue mirar el mar con la boca abierta y sin poder moverme del dolor.

Una de las principales razones por las cuales los veleristas de Europa y Norteamérica visitan el río Dulce y le dan vida a su turismo es porque a los fondos de los barcos les cae bien el cambio de agua salada a agua dulce. Esto permite que se mueran las incrustaciones marinas que se pegan en los cascos, incluyendo los percebes. No sé por qué el fondo de Feiya, el velero de Barry, no se limpió nada más con el cambio de agua, ahorrándome la infección de oídos.

Al día siguiente salimos hacia Roatán. El barco no tenía piloto automático. Barry organizó turnos de cuatro horas al timón y a mí me tocó el turno de diez de la noche a dos de la madrugada.

Navegábamos viento arriba bajo un cielo estrellado y sin nubes. El viento arreció. Por el rumbo que llevábamos me tocaba mantener el barco lo más cercano posible a la proveniencia del viento; miraba la brújula, sentía el empuje vélico y jalaba el timón hacia mí tratando de no perder velocidad. Brújula, timón, estrellas; brújula, timón, estrellas durante dos horas en lo que recuerdo haber sido el espacio-tiempo más feliz de mi vida. Me sentía en el eje de una combinación de fuerzas: el viento que parecía provenir de las estrellas, la inercia del barco y la presión de las velas, la resistencia de las olas contra la proa y el casco y la armonía que le daba a toda la operación mi continuo accionar sobre el timón.

Esta sensación de total fluidez duró hora y media hasta que Barry asomó la cabeza por la escotilla y me dijo que el viento había arreciado demasiado y que nos tocaba arriar velas. Engasado como estaba yo no me había dado cuenta y habría seguido en mi éxtasis hasta que alguna de las velas se hubiera rasgado. Disfrutar demasiado del deporte lo hace a uno olvidarse de la eficacia, de la competencia y a veces hasta de la seguridad.

Barry tenía razón porque a los pocos minutos se nos vino encima una tormenta. Fue necesario bajar todas las velas y navegar a motor para mantener el rumbo hasta que amaneció. La tormenta amainó y de repente nos encontramos en un mar tranquilo, con un cielo despejado aclarado de luz celeste. La magia de la noche anterior y el ajetreo de la tormenta me parecieron un sueño.

El mal tiempo nos sacó de curso y en lugar de Roatán fuimos a parar a Tela; otro puerto bananero hermano de Puerto Barrios. Nos anclamos, pasamos migración y cenamos langostas con vino blanco. Navegar es alegre; llegar a puerto también. Mi tiempo disponible se estaba agotando y ya no alcanzaba para retomar la ruta y llegar a Roatán. Nos despedimos en Tela y de ahí tomé un bus a San Pedro y un avión de vuelta a Guatemala.

El papá de quien había sido mi pareja se había convertido en mi amigo y se acababa de casar con una mujer bastante más joven que él. La casa que Barry le había construido era sólida y hermosa pero a él le entró la sospecha de que su nueva esposa rápido se iba a aburrir e iba a dejar de acompañarlo en sus viajes al río cada quince días. Dio la casualidad de que su esposa y mi nueva pareja se hicieron amigas y a él se le ocurrió la brillante idea de que si yo tenía una casa vecina a la suya las dos mujeres podrían hacerse compañía, lo cual les daría mayores incentivos para hacer el viaje de cinco horas por tierra y una por agua desde la ciudad hasta el Tatín.

Un día este amigo me llamó y me dijo que me había comprado un terreno en el río Dulce. Yo le dije que no quería ningún terreno; es más, que no tenía la ambición de poseer ninguna propiedad sobre la tierra. Él me contestó que el terreno quedaba justo en la desembocadura del río Tatín, cabal donde había estado anclado el velero de Barry cuando lo limpiamos, y que yo le debía ochocientos quetzales. Para no parecer ingrato le dije que estaba bueno y se lo pagué en tres tantos.

En una conversación casual averigüé que el nombre Tatín viene de un pirata francés que vivía río arriba y se dedicaba a atacar embarcaciones españolas desde la misma punta que ahora mi amigo había comprado para mí.

Mientras yo construía un rancho él me dejaba quedarme en su casa. Su guardián me consiguió un cayuco de laurel y le puse un motor de quince caballos. Una mañana de sábado les propuse a mi pareja y a dos amigos que nos fuéramos para allá. Llegamos al final de la tarde. El guardián nos pasó adelante y se fue para su casa. Acomodamos las cosas, salimos al porche a tomar ron con jugo de frutas y mi amigo se puso a tocar canciones de Cat Stevens en la guitarra. En esas estábamos cuando el guardián regresó con un amigo que lo había llegado a visitar. Tenía unos setenta años; la cabeza calva excepto por mechones laterales blancos del mismo largo que sus barbas de chivo, una camisa de manta hecha de un costal de harina. Saludó, se presentó como Juan Barrientos, se sentó y nos oyó cantar durante unos minutos poniendo cara de incredulidad. Mi amigo terminó un tema y don Juan nos preguntó si no querríamos oír canciones de hombre. Nos miramos, él soltó una carcajada, cogió la guitarra y tocó un par de rancheras. Le devolvió la guitarra a mi amigo, cuando en eso de entre las tablas del porche salió un alacrán de tres pulgadas y caminó directo hacia mi pareja. Don Juan lo agarró del tórax, le quitó el aguijón con la uña y me puso el alacrán en la mano. Yo pegué un brinco pero me di cuenta de que ahora era tan inocuo como una cucaracha y lo dejé escapar entre las tablas.

Don Juan se puso a hablar de animales. Contó que en una cueva cerca del nacimiento del río Tatín, la cueva donde dicen que vivía el pirata, había una culebra de diez metros y del grueso de un tronco de árbol; que se mantenía echada y que para cazar nada más atraía a los animales con su mirada y se los tragaba. Dijo que cualquier día la iba a ir a traer y el guardián se burló de él, diciéndole que si se lo echaba al hombro lo iba a quebrar. Don Juan le contestó que no pensaba cargarla; sólo le iba a poner un lacito en el pescuezo y la culebra se iba a venir con él porque los animales le hacían caso.

Nos hicimos amigos. La primera vez que me quedé a dormir en lo que era mi terreno fue en una carpa; llovió toda la noche y una corriente de agua pasaba todo el tiempo por debajo de las bolsas de dormir. Con la ayuda de don Juan construí un refugio de hojas de manaco. Para cocinar hacíamos fuego con palitos. Nos alumbrábamos con candelas y quinqués. El guardián de mi amigo me construyó un muelle con tablas creosotadas que pasé comprando a una suplidora de la bananera. Después sembró seis postes para lo que se iba a convertir en una cabaña, que con la ayuda de don Juan fui construyendo; cuatro tablas a la vez; dos bolsas de cemento por viaje en cayuco a través de un Golfete siempre picado; una cayucada de piedrín sacada del río Tamejas. Una cabaña construida «de manera natural», como dijo don Juan.

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Durante esos viajes aprendí que en el monte hay cañas que contienen agua y que si uno las corta de cierta manera sirven de vaso; que hay un tubérculo llamado yampí con sabor a mezcla entre camote y yuca; que la mazacuata sabe a una combinación de iguana con pollo. Aprendí con don Juan que todo se come. También aprendí a orientarme en el Golfete usando las montañas y las balizas dejadas por la EXMIBAL, a cambiar el pin de la hélice del motor en el oleaje y la oscuridad, a veces sustituyéndolo con un pedazo de clavo. Vi manatís, micos, tucanes, micoleones, perros de agua, delfines y un tiburón de dos metros que se metió hasta el Tatín aprovechando que en el verano el agua del mar se entra hasta el Golfete.

Si desde el principio el río Dulce me había parecido un mundo aparte, don Juan lo convirtió en un lugar mágico. Sus historias, hazañas y fanfarronerías reforzaban esta percepción. Una noche estábamos platicando mientras el fuego prendía y el humo se le estaba metiendo en los ojos a mi acompañante. Don Juan se dio cuenta y con las dos manos tomó las brasas y el fuego, y los hizo a un lado un metro. Otra vez, tratando de convencerme de que tenía poderes sobre los animales, llamó a su gallo en voz baja y a los pocos minutos el animal apareció dando graznidos y picoteando entre la maleza; en esos tiempos don Juan vivía en lote vecino. Entre sus historias estaba la vez que se metió a la bodega de una cantina por una rendija de tres pulgadas a sacar una botella de guaro ante la incredulidad de los otros vaqueros. En su vida fue además chiclero, marinero, pescador, mariachi, marimbista, carpintero y dueño de un circo de culebras.

Don Juan nos tenía a todos convencidos de que para él nada era imposible. Hasta la fecha en la zona se recuerdan sus hazañas, como la vez que echó un lanchón al agua él solo y con la ayuda de una tranca, cuando veinte hombres no lo habían podido hacer. Una noche decidimos viajar al río Dulce con mi pareja. Empacamos, subimos las cosas al microbús pero al encender el motor oí un ruido raro y decidimos cancelar el viaje. Bajamos las cosas, reparé el carro y el fin de semana siguiente, cuando llegamos al río, don Juan me dijo que yo había tratado de llegar la semana anterior; que él había visto cómo habíamos subido las cosas al carro y las habíamos vuelto a bajar. Más de una vez me pasó que llegué imprevisto después de varios meses y me lo encontré esperándome en el muelle, paseándose impaciente agarrando su sombrero con las manos detrás de la espalda.

Seguíamos construyendo la cabaña. Cuando puse las paredes de la sala me sentí raro de estar excluyendo a la selva que durante tanto tiempo había sido nuestro ambiente natural. Hicimos una cocinita y llevé una pequeña hornilla de gas. La mesa del comedor era una ventana de la cocina que se abatía hacia el espacio donde antes juntábamos fuego, soportada por dos reglas de madera; el lavatrastos era otra ventana que se abría hacia la selva, sostenida por dos pedazos de pita. Íbamos a traer agua en cayuco al manantial del río Tatín y para economizarla aprendí a lavar platos como si estuviera untándoles el líquido.

La cabaña era dos pisos. El cuarto que yo usaba quedaba frente al río y detrás de él lo que llamábamos el cuarto de huéspedes. Frente a la ventana del cuarto de huéspedes había un árbol de anonas. Cuando estaba en fruto se llenaba de micos que no dejaban dormir con su gritería. Ya para entonces don Juan se había pasado a vivir a otro terreno en una colina junto a un pequeño afluente del Tatín. En su lugar había quedado otro Juan que también era amigo y que en mi ausencia me hacía el favor de echarle un ojo a la cabaña. Un día me recibió con la noticia de que había llegado temprano a la cabaña y había oído un ruido fuerte en el segundo piso. Volteó a ver y por la ventana del cuarto de huéspedes salió disparado un jaguar que cayó sobre suelo a la par del árbol de anonas y de un solo brinco se metió a la selva. Dedujimos que el tigre se escondía en el cuarto de huéspedes, cuya ventana se mantenía abierta, a esperar a que llegaran los micos, su comida favorita, ¡quizás hasta echado en la cama!

Aunque ya no éramos vecinos, con don Juan seguimos siendo buenos amigos. Cada vez que yo llegaba al río él se aparecía. Cocinábamos juntos, hacíamos alguna reparación y sobre todo platicábamos. Después de un fin de semana de ésos yo regresaba a la ciudad sintiendo que si don Juan podía solucionarlo todo sin tener mayor cosa en ese mundo medio salvaje que era entonces la desembocadura del Tatín yo debería ser capaz de resolver cualquiera de mis problemas urbanos teniendo casi todos los medios tecnológicos a mi alcance. Fue para mí una escuela de vida.

A principios de los noventa don Juan murió, en su ley y en circunstancias fuera de lo común. Como un homenaje a este inolvidable personaje escribí la novela La suerte legendaria de don Juan.

Pocos años después Izabal fue escenario de otro escándalo de explotación empresarial mal planificada. Una compañía extranjera sembró plantaciones de melina, cuyos chips se usan para fabricar papel, con la idea de llevarlos hasta Puerto Barrios a través del río Dulce utilizando barcazas de 10 metros. Esta forma de transporte generó oposición por parte de algunos ambientalistas, que adoptaron como lema «la barcaza no pasa». Una vez hicieron una cadena de lanchas y cayucos de un lado del río al otro para desanimar de una vez por todas a la compañía. Otra vez, como parte de esta campaña simulamos el paso de una barcaza por las cerradas vueltas del cañón del río, lo cual ayudó a convencer a algunos lancheros de que éstas iban a representar un riesgo para la navegación. Con todo esto se logró impedir el paso de las barcazas.

En cierto momento y después de más de quince años de haber empezado a construir la cabaña sentí que por fin estaba terminada. Ya le habíamos puesto paneles solares, habíamos construido un tanque de captación de agua de lluvia en la parte de arriba y la gravedad nos permitía tener agua a presión en los baños y en la cocina; bañarse con agua de lluvia fresca es un placer y prender la luz con sólo pulsar el switch también. A partir de entonces la cabaña se convirtió en el destino impensado de casi todas mis vacaciones de Año Nuevo y Semana Santa, con viajes intermedios por lo menos cada mes o dos. De todos esos viajes hay anécdotas pero ninguna tan interesante como las de los tiempos de don Juan, excepto quizá por la segunda aparición del tigre y la vez que nos asaltaron.

***

Una noche llegó Juan a contarme una historia que no podía terminar de creer. A la par de su casa él tenía un gallinero de palos donde guardaba media docena de gallinas y un par de chompipes. Una noche oyó un ruido y suponiendo que era un tacuacín agarró su escopeta de un solo tiro y salió a buscarlo. El gallinero estaba roto y faltaba un chompipe. Caminó montaña arriba unos cincuenta metros buscándolo y se topó con un jaguar mirándolo con fijeza. Temblando del miedo apuntó, disparó, falló y el tigre trotó tranquilo de vuelta a la selva. Lo que más le extrañaba a Juan era que ese tigre tenía una gran barba blanca. Le pregunté de qué color era el chompipe y me dijo que blanco. Nos reímos.

Años después estábamos con mi pareja en el cuarto del segundo piso cuando oí un ruido de hojas; ya para entonces mi guardián era Federico Saquij, a quien don Juan llamaba Perico. Me asomé a la ventana y en un árbol había un micoleón. Le pregunté a mi pareja si quería verlo y sin esperar respuesta corrí gradas abajo. Además del micoleón, en el sendero que se metía a la selva había un hombre en cuclillas, sosteniendo con sus dos manos nuestra hielera. Le grité que la soltara y corrí a traer una pistola calibre 25 que por casualidad había llevado. Mientras subía las gradas oí disparos de rifle 22. Saqué la pistola de mi mochila, apunté a dos metros de donde había visto al hombre y disparé dos veces. El hombre soltó la hielera y se metió corriendo al monte.

Recuperé la hielera y encontré dos pares de botas de hule junto a la casa. Deduje que habían llegado dos hombres en cayuco; uno se había quedado haciendo guardia con el rifle detrás de la casa y el otro había entrado a sacar lo que encontrara, en este caso la hielera. Se habían quitado las botas para no hacer ruido y mis disparos los habían ahuyentado. Conociendo la idiosincrasia de mis vecinos supe que iban a regresar porque ¡no sólo no habían podido robarse nada sino que encima habían perdido sus botas!

Le avisé a gritos a Juan y éste le avisó a Perico, que vivía enfrente. Conseguí otro rifle y Perico, su hermano, Juan y otro muchacho se ofrecieron para hacer guardia toda la noche. Cabal; a las dos y media de la mañana oímos disparos. Los dos hombres habían regresado por sus botas y mis vigilantes los habían ahuyentado sin herirlos. Resultó que uno de los ladrones era primo de Perico y los vecinos habían querido ahuyentarlo sin hacerle daño; a los pocos meses, en un ejemplo extremo de justicia comunitaria los mismos q’eqchi’es le cortaron una pierna para que dejara las andanzas.

La mañana siguiente fuimos a hacer la denuncia a la policía de Lívingston llevando las botas como evidencia, bromeando entre nosotros que se trataba de un caso parecido al de la Cenicienta. Los policías establecieron un paradigma de seguridad ciudadana y aplicación de la ley en Guatemala al decirme: «Si usted los agarra, los amarra y nos los trae, nosotros los capturamos. ¡Pero los amarra!».

El cayuco de laurel se desintegró. Durante un tiempo alquilé cualquier cayuco disponible en Fronteras, el pueblo hermano de El Relleno del lado de Petén. La mayoría tenía hoyos o rajaduras y nos tocaba repararlos metiéndoles pedazos de jabón. Después compré una lancha de aluminio que luego vendí y la reemplacé por una de madera. Le compré un motor de cincuenta caballos y cuando se pudrió la usé de molde para hacer una de fibra de vidrio, que uso hasta la fecha, con el mismo motor.

En esa lancha experimento la sensual fluidez del agua después de manejar cuatro horas y media por una carretera en mal estado y con demasiado tránsito de carros, camionetas y camiones desesperados. Siento estar entrando a un mundo diferente cada vez que cruzo el Golfete y recupero lo sedoso y verde del río Dulce, justo donde quedaba la última baliza de la EXMIBAL. Me sorprende la belleza del cañón cuando sorteo las vueltas de La Pintada, El Torno y La Vaca, con sus paredes calizas talladas por el paso del agua en el seno de la falla geológica Chixoy – Polochic – Motagua – Swan – Oriental – Septentrional – Puerto Rico, presente desde el Cenozoico.

***

De momento, eso y las buenas amistades es lo único que me queda en el río Dulce. Hace un par de años un cuate me llamó y me pidió la cabaña para poner un retiro y centro de sanación basado en la ayahuasca. Se la di por seis meses a cambio de un reconocimiento en efectivo para descansar un poco del trajín, porque a veces me tocaba ir sólo a hacer pagos y chapuces. Esos seis meses se convirtieron en cinco años. Los pelones, como les dicen los vecinos, han construido seis u ocho cabañas más para alojar a sus pacientes y se supone que cuando se vayan me las van a dejar.

La desembocadura del río Tatín sigue siendo un lugar fuera de lo común y en mi terreno se siguen construyendo cabañas en forma natural. Dentro de tres años me va a tocar hacer un hotel comunitario porque de otra forma las nuevas cabañas rápido volverán al estado natural del monte y la selva y yo tampoco he oído el llamado de irme a vivir ahí todavía, aunque nunca se sabe. De lo que sí estoy seguro es de que cuando me muera quiero que rieguen mis cenizas en la esquina que forman el rio Dulce y el río Tatín para que sigan el mismo camino que don Juan hasta Lívingston y de ahí a la bahía Amatique y al mar. Le van a quitar una infinitésima parte de su dulzura pero se seguirá llamando Dulce y ese cuerpo de agua, esa hendidura cretácica seguirá marcando la vida del, no hay mejor forma de decirlo, legendario departamento Izabal.

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