Durante los años 70, ir a Juannio era ver la vanguardia del arte plástico guatemalteco y centroamericano. Además de Efraín, había obras de su amigo Luis Díaz, Elmar Rojas, Roberto Gonzales Goyri, Magda Eunice Sánchez, Roberto Cabrera, Rodolfo Abularach, Marco Augusto Quiroa, Rolando Ixquiac, Arnoldo Ramírez, Dagoberto Vásquez, Zipacná de León y otros. El subastador era Ricardo López Urzúa – Chichicúa – , quien mantenía los precios y los espíritus altos. Efraín, aunque de actitud y comportamiento humildes, era competitivo y le gustaba ver quién alcanzaba el mayor precio por un cuadro; casi siempre ganaba, aunque las pujas por las obras de Elmar Rojas y González Goyri le daban emoción a esa competencia de amigos.
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La técnica de Efraín era figurativa caricaturesca y consistía de un puntillismo basado en un instrumento sencillo y barato: hacía molotes de papel periódico y con ellos aplicaba las pinturas casi siempre acrílicas, dándole un colorido variado y orgánico a sus imágenes. La temática era guatemalteca y social, con cuadros como La niña y su moneda, de una chiquilla entregándole una ficha a la señora de la tienda, Su majestad, el automóvil, un carro lujoso, enorme y reluciente acariciado con admiración por quien podría ser su propietario, y sus esculturas La Guatemalita, también presente en muchas pinturas y Música grande, una marimba que sirve de parapeto a figuras armadas que representan la resistencia.
Sus cuadros narran historias y hacen pensar en un muralismo maya. Las figuras se concatenan en secuencias y a veces incluyen textos breves. Quizá por eso escuché a algún artista criticar su obra: no la consideraban plástica en exclusividad, pero como escritor a mí era de lo que más me gustaba.
Lo conocí en 1975. Mi pareja de esos tiempos tenía una hermana que puso una galería de arte. Efraín llegó a esa galería, se conocieron, se enamoraron y tuvieron un romance. La hermana de mi pareja lo llevó a cenar a nuestro apartamento cuando tendría unos 47 años. Salimos juntos varias veces; su antro favorito era el Bar Juárez. Tomábamos cuartos de aguardiente con cola y Efraín le pedía al mariachi canciones en tríos repetitivos: El rey, La reina, El rey.
Una noche nos invitó a cenar nuestra suegra en común, una dama empresaria de ascendencia sueca. En mitad de la comida se me perdió la mirada y Efraín me dijo: «Vos deberías escribir». Yo recién empezaba a dar mis primeros tanes y le pregunté cómo lo había intuido. «Yo tengo buen ojo», me contestó, lo cual sigue por verse.
Le llevé mis primeros tres cuentos a su estudio-cuchitril-oficina en el Teatro Nacional. A las dos o tres semanas lo llamé para preguntarle qué le habían parecido. «El del pintor lo leí dos veces», fue su único comentario, que consideré positivo. Se trataba del cuento Esferas, publicado en La Hora gracias a Carlos René García Escobar.
El maestro Recinos era generoso en el elogio y discreto en la crítica. Una vez le pidieron que comentara los cuadros de una exposición colectiva. Lo acompañé mientras les pasaba revista a todas las obras, elogiando los aspectos que le gustaban. A una no le encontró nada positivo y dijo: «Ésta tiene un paspartú muy bueno, mirá».
Aunque competitivo, era simpático y hasta chistoso con sus colegas. Uno de ellos criticó el diseño inicial del Teatro Nacional, diciendo que se trataba de arquitectura fascista. Cuando el teatro cumplió 10 años hicieron una celebración y Efraín contó esa anécdota sin citar al colega, pero llamándolo por su nombre para mandarle un especial saludo. Estando ya en cama, en el hospital, llegó a verlo Pepo Toledo, quien se estaba iniciando en su carrera de pintor y escultor, lo cual le había generado críticas en algunos círculos. «Qué tal, artista plástico, le pese a quien le pese», lo saludó Efraín.
Uno de sus estudios preliminares para el cuadro La niña y su moneda fue a parar al restaurante de un amigo. Le pagué doscientos cincuenta quetzalitos y lo tengo en el lugar central de mi estudio, acompañado por un dibujo a marcador de Quiroa y otro a tinta de Zimmerman.
Efraín aprendió a patinar en el hielo cuando estudió cerámica, mosaico y vidrio soplado en Londres. Al concluir los murales del Conservatorio, algunos de sus colaboradores quisieron hacerle un regalo y me preguntaron qué le podrían dar, que fuera original Les sugerí un par de patines en línea y ellos se lo compraron, no sé si alguna vez los usó. La última vez que lo vi fue tomando vino para el aniversario de la Toma de la Bastilla y al abrazarlo lo cargué, haciéndolo derramar su trago.
Siempre habló de construir una casa flotante, anclarla frente a nuestras casas en Amatitlán y pasarse a vivir allí, proyecto que nunca realizó. Igual sigue anclado en nuestros corazones y su aéreo diseño de cielos, nubes y volcanes posado en el Centro Cívico de la ciudad que compartimos.
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