Pienso en el tiempo que sigue corriendo como un chorro abierto desperdiciando el agua que cae sobre un patio de polvo marrón. En mi memoria, los patios siempre serán abiertos, con la tierra desnuda por piso, con árboles y buganvilias púrpura y naranja cercando el espacio. Son patios nocturnos, con chicharras haciendo ese sonido que al principio es insoportable y que luego ya ni se escucha, aunque los bichos estén reventando con la intención de volvernos locos.
Reviso cuidadosamente el borde de mi cabellera, esa que colinda con la frente y las orejas. Quedan un par de pequeñísimos hilos plateados y sonrío. Es inevitable. El tiempo siempre irá por delante y no hay forma de engañarlo. Mientras examino la piel alrededor de mis ojos asoma tu recuerdo. «Qué piel privilegiada tenés», decís soltando el comentario de la nada. Sonrío de nuevo. Es verdad, la vida se ha dedicado a arrugar y golpear, pero por dentro. Por fuera ha tenido la elegancia de hacerme parecer que puedo engañar al tiempo, aunque esas dos canas que asoman rebeldes me vean con ojillos condescendientes mientras afirman que no. Nadie puede.
Escucho música en YouTube desde hace un tiempo. Antes despreciaba esa opción. Hay que ver que podemos ser profundamente ridículos cuando decidimos serlo. Ahora mismo me parece muy estúpido sentir que era mejor pagar los siete dólares de Spotify cuando puedo hacer lo mismo en YT, pero con videos y gratis. Me sorprende lo mucho que me toma aprender cosas tan simples. Descubrí por estos días a Flora Cash. Llegué por un video simple pero poderoso. Un juego de capas ilustradas de forma básica: delineado oscuro, planos de color con tímidos intentos de volumen. Todos un fracaso. Ojos sacados de la versión de 1983 de He-Man y efectos de blur bastante burdos, pero por alguna razón hipnóticos.
Escucho la letra. Intento comprenderla toda.
You held the balance of the time,
that only blindly I could read you,
but I could read you.
It’s like you told me:
«Go forward slowly.
It’s not a race to the end»…
«Go forward slowly. It’s not a race to the end», resuena en mi cabeza. Acaso un mantra que usaré en días grises.
Entonces pienso en O. ¿En qué momento hago esos desvíos de ruta sin pensarlo siquiera? Me imagino como un tren que va sobre sus vías y de pronto, sin que el maquinista lo adivine unos minutos antes, cruza repentinamente para lanzarse por el borde del acantilado. Ni siquiera sé quién es O. Tampoco puedo adivinarlo con alguna posibilidad de atinarle a la verdad. Hasta hace dos noches ha sido una voz en el teléfono. Un intérprete de cosas que no comprendo. Un avatar ocasional. Un tipo ajeno.
[frasepzp1]
Vuelvo a tus mensajes. Los leo buscando señales que me permitan adivinar un puente. Soy absolutamente torpe cuando se trata de vos. Camino en medio de una tarde de niebla blanca y espesa. Una en que la vista ve borroso diez centímetros adelante y luego no ve nada. Una nada con el toque romántico de un cuadro de Friedrich. The Monk by the Sea, ¿sabés? ¿Qué diferencia hay entre O y tú? Ninguna. A ti tampoco puedo adivinarte. Tus muros son más altos y no estás dispuesto a darme la llave de la puerta. Sos exactamente como ese cuadro: un abrumador paisaje cubierto de niebla azul verdosa sobre un mar negro azabache. Yo soy el monje que observa, casi congelado, desde la orilla. La grandeza que asignamos a lo desconocido. La curiosidad sobre lo inalcanzable.
Me levanto de la silla. Tengo sed. Lleno el vaso de agua y sobre la cesta de las verduras descubro ocho chiles morrones que parecen de cera. Uno, uno único, amarillo sol. El resto, rojo rabioso. Como la sangre que mana de una herida recién hecha. Escandalosos. Sin pensarlo enciendo el horno. Lavo los chiles, los cubro en aceite de oliva y los envuelvo en el papel plateado. Que ruidosa me pongo de madrugada. De nuevo el tren hace sonar sus fierros mientras empieza a chocar con las vías intentando salirse en otro arranque, esta vez menos dañino que seguir impulsos detrás de un desconocido.
Pienso en esa foto que me enviaste. Granizo sobre un mar de verano. Los chiles parecen adivinar lo que pienso y emulan el sonido del hielo sobre el agua. Pequeños estallidos que rompen con lo esperado. Tengo que sonreír de nuevo. Es uno de esos momentos en que el hilo que atraviesa todas las cosas aparece por una esquina y cruza el momento. Una puntada larga y visible, pero que escapa silenciosa segundos después. Y lo ha zurcido en la memoria y a esta sonrisa boba que conservo mientras escribo.
Creo que te enviaré este texto. Por reciprocidad, ¿sabés? Porque me pasé una película completa entre el momento en que desperté hace unas horas, y lo primero que encontré fue tu relato, hasta este minuto en que termino de escribir un texto de corrido. Una madrugada por otra, una cortesía. La complicidad de las palabras. ¿De qué sirven las historias si no pueden compartirse?
Los chiles ya están listos. Planeo desayunarlos como una pequeña celebración porque la vida me guarda pequeñas glorias. Nada escandaloso, pero que en medio de la penumbra de la casa y de los días lo es todo. «Eso será lo que hace el tiempo mientras pulveriza», pienso. Las canas que asoman debajo de mi nuevo tinte asienten, cómplices.
With shortness of breath, I’ll explain the infinite.
How rare and beautiful it truly is that we exist.
Suena en la bocina Saturn, de Sleeping at Last.
Saturno.
Sonrío mientras el tren va de frente sobre el abismo.
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