Definitivamente, vivir en pobreza extrema no es una decisión personal. ¿Qué te queda si te toca nacer así? Notás que estás rodeado de obstáculos que te impiden un desarrollo humano digno. Tu mamá, que nació desnutrida y creció así hasta concebirte, no pudo ofrecerte los nutrientes necesarios antes de nacer, menos durante la lactancia. Como no comés bien, tampoco podés desarrollar al máximo tus capacidades y habilidades físicas y mentales. Son tantos en tu casa que tenés que apoyar con traer comida o dinero al tiempo que medio pasás la escuela. Digo «medio pasás» porque el maestro agarra los lunes para entrar y los viernes para salir de tu comunidad. Tenés hambre, pero eso no importa. A veces podés hacer los deberes de la escuela. Otras veces no tenés cuadernos. No hay comida hoy. Compremos café y maíz. No podemos comer cuaderno. Tal vez mañana sí pagan. Con suerte agarrás trabajo para cortar café. Tu mamá tuvo otro chiriz. Ojalá este si se nos logre porque no hay carro para ir al centro de salud. Así transcurre tu vida: sin oportunidades. No podés planificar embarazos porque dicen que te vas al infierno. Lo que nadie mira es que pareciera que vivís allí.
Hay instituciones y personas que quieren hacer por vos cosas que vos mismo podrías hacer si tuvieras las condiciones justas. Como de eso viven, no les interesa cambiar. El problema es que creen que con dar una ficha o alimento ya te ayudaron. La verdad es que eso no ayuda a nadie. La caridad no cambia nada. Hay en la comunidad un grupo de jóvenes que con buena voluntad donan su tiempo para apoyarnos. Esos patojos trabajan incansablemente, consiguen mucha ayuda. Porque vivimos en uno de los países más generosos —y más pobres— de Latinoamérica. Seguro esas acciones generan satisfacción personal. El Gobierno y los candidatos también dan cosas de vez en cuando. Cuando se van, no solo no tenemos ni pan ni trabajo, sino quizá estamos peor porque, al regalar alimentos y ropa, animan cada vez más nuestra conducta de esperar ayuda. Es como recibir un premio por ser pobres. Y sin que lo notemos se deshonra nuestra dignidad y se perpetúa nuestra dependencia. Es preferible realizar planes con sentido permanente y dejar esas donaciones solo para casos de emergencia.
No es que ayudar sea malo. Se puede apoyar con más sentido si se conocen las necesidades de fondo. Existen, en cambio, organizaciones y personas que se esfuerzan continuamente por realizar el trabajo que debería hacer el Estado, con poco presupuesto y muy buenos resultados en temas como educación, salud y empoderamiento. Su apoyo se siente y recibe como solidaridad hombro a hombro por el respeto que muestran hacia nuestra cultura. Programas e iniciativas que reconocen que, antes de recibir comida, necesitamos una economía digna mediante un empleo decente y un salario justo; acceso a salud, seguridad y educación integral de calidad; acceso a préstamos amigables para inversión. Así los beneficios serían duraderos. Si tuviéramos educación integral, ya estando bien comidos, aprenderíamos más y mejor. Podríamos iniciar un negocio porque todos desarrollaríamos habilidades y haríamos mejor las cuentas. Y como todos tendrían trabajo, comprarían lo que hacemos al precio justo. Seguramente así podríamos comer a diario y lo haríamos todos.
Qué bueno sería poder contar con herramientas para poder luchar por la autosuficiencia, como una mariposa que lucha por salir de su capullo. Ese proceso básico de fortalecimiento no debería ser interrumpido jamás por una intervención compasiva. Da lo mismo si la ayuda viene del Estado, del exterior, de una organización no lucrativa o de la Iglesia. No caigamos en la trampa de perpetuar con acciones el mito infame de que la pobreza es algo natural o producto de un orden moral universal que desconocemos. Tal forma de pensar es un engaño. No hace falta cavar muy hondo para encontrar que las principales causas son la desigualdad, la injusta estructura social y la exclusión. Eso sí debería preocuparnos. Necesitamos oportunidades, y no dádivas.
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