Mucho menos imaginó que, más de un siglo después, el gobernante de su país llegaría a comportarse igual o peor que quienes por unos cuantos dólares han satisfecho hasta los más mínimos deseos de los que con trampas y triquiñuelas se han adueñado de sus territorios y del sudor de sus habitantes.
El nombre peyorativo de república bananera le queda ahora como anillo al dedo a la situación política por la que atraviesa el otrora gendarme de la supuesta corrección democrática. Y no solo porque quien aún gobierna se encapricha en no aceptar los resultados electorales y afirma sin ninguna evidencia material que hubo fraude, sino también porque su gobierno, más descaradamente que los anteriores, solo ha actuado a favor de los grandes empresarios que han construido sus fortunas a través de fraudes fiscales, manipulación de normas legales y expoliación de los trabajadores.
Los promotores de falsas noticias no se preocupan por mostrar papeletas falsas, electores con múltiples votos o la no inclusión de votos a favor. Afirman que hubo fraude y, como el adelantado don Rodrigo Díaz de Carreras de la cantata de Les Luthiers, gritan: «Mi honra está en juego y de aquí no me muevo».
No han tenido necesidad de recurrir a los falsos análisis estadísticos electorales made in OEA porque consideran tener toda la fuerza y maña que les evitará ser removidos. Allá, en aquella banana republic, no es ni siquiera necesario presentar falsas evidencias rodeadas de supuestas verdades.
Tienen ya el control de la corte de justicia, manejan la fiscalía general y han puesto en lugares claves a jueces y autoridades que les son favorables. Un reprise espectacular de lo recientemente conseguido en otra república bananera cuyo nombre no vale la pena mencionar.
El sistema electoral estadounidense es a todas luces anacrónico y antidemocrático. En una sociedad multiétnica y multicultural como esa, ya no es funcional el sistema de colegios electorales, en el que las minorías no consiguen representación proporcional al momento de la elección presidencial. En el último siglo, las teorías y prácticas democráticas han evolucionado y se han perfeccionado muchísimo, perfeccionamiento al que el sistema político de ese país no se ha adaptado.
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El berrinche del actual inquilino de la Casa Blanca no se produciría en ninguna de las supuestas repúblicas bananeras del continente porque, mal que bien, sus sistemas políticos han conseguido reducir el poder de sus presidentes, particularmente en lo que a los procesos electorales se refiere. Los fraudes groseros en la región, como el sucedido contra Mel Zelaya en Honduras, o los golpes contra Dilma Rousseff y Evo Morales solo han sido posibles porque, precisamente, los gobiernos estadounidenses los han estimulado, coordinado y amparado.
En esta fase de su reformulación, la democracia, consustancial al capitalismo, comienza a ser ineficaz a las formas monopólicas y abusivas en que la acumulación de capital se ha venido produciendo. Las minorías y los sectores hasta ahora marginados han obtenido capacidad y fuerza suficientes como para hacerse oír, lo que anuncia, si no la superación definitiva de esta fase de la historia de la humanidad, sí su reconfiguración. En Estados Unidos han sido las distintas minorías y los sectores populares los que han conseguido no solo obligar al conservador candidato demócrata a asumir una agenda medianamente progresista, sino además movilizar a cientos de miles de electores para expulsar de la Casa Blanca al más vulgar de los multimillonarios que se han apropiado del poder público en su beneficio.
La disputa estadounidense por el poder no es, aunque quisiéramos, algo marginal a nuestra realidad y futuro. Convertidos en dependientes inútiles por la incapacidad de una lumpenoligarquía que solo ha sabido expoliar a los trabajadores, como allá se resuelvan las contradicciones tendrá efectos en nuestro ya casi destruido Estado de derecho.
El afianzamiento de los sectores ultraconservadores y ultraderechistas en Estados Unidos se ha traducido en Guatemala en el control casi absoluto del poder público por parte de los grupos que, amparados en discursos antiderechos, hacen de la corrupción su práctica cotidiana. La modificación de su orientación, aunque mínima, puede al menos oxigenar nuestro sistema político e impedir que nuestra sociedad siga el rumbo y la velocidad que con Eta tuvieron los cerros de la aldea Quejá.
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