Seguimos caminando. Paramos solo para descansar o, cuando ellos encuentran una duna apropiada, para tomar unas fotos mientras ellos se deslizan a toda velocidad colina abajo. Y a mí, me persigue la idea de esas 183 personas que fueron secuestradas, torturadas y ejecutadas u obligadas (supongo que alguno lo hizo gustoso, hay quienes tienen eso en la sangre) a convertirse en delatores.
El Diario Militar, explico para quienes viven en Guate -quienes no viven en el país seguramente saben de qué les hablo, qué ironía ¿no?-, es un reporte escrito supuestamente por un oficial de inteligencia con lenguaje barriobajero y ortografía casi impecable, alguien educado cuando el sistema de educación en Guatemala aún funcionaba.
Detalla el destino de 183 personas secuestradas por el Ejército a principios de los años 80. No tiene nada de nuevo, fue descubierto en 1999 por una investigadora en derechos humanos gringa y aunque en su momento causó un enorme revuelo, quedó más como archivo del horror o como un indicio para que los familiares de los desaparecidos supieran más o menos qué había pasado con ellos que para algo concreto.
Esto ocurrió a mediados de los años 80. Ríos Montt ya había acabado con cientos de aldeas y el Ejército salió de cacería urbana a buscar a los militantes guerrilleros en la capital.
Yo de eso recuerdo poco. Recuerdo la vaga sensación de terror que me transmitían mis padres. Los recuerdo comentar sobre que había carros llenos de soldados vestidos de civil que patrullaban la ciudad buscando guerrilleros. Que iban en una van y abrían la puerta y metían a las personas a la fuerza. Los que se resistían, morían allí mismo. Recuerdo que todos los días ametrallaban gente. Eso recuerdo. Aunque mis recuerdos pueden estar contaminados por los libros del Bolo Flores.
Le pregunto dónde estaba usted mientras pasaba eso. Quizá era muy joven. Quizá estaba muy asustado. Quizá estaba de acuerdo.
Puede que mi proceso lógico falle con esto que voy a decir, pero esas cosas no pasan así nomás. No se mata ciento y pico mil personas sin que se sepa, no se desaparecen decenas de miles de personas sin que alguien lo note. Y, sobre todo, no podía el Ejército actuar solo. Digo, no es como si fuera el Ejército Nazi en Francia. ¿O sí? Bueno, hasta los nazis tuvieron sus colaboradores internos.
Es cierto que hubo quienes levantaron su voz. Pero, ¿pudo el Ejército hacer esto sin la ayuda, la complicidad de las élites, de la clase media guatemalteca (era más abundante entonces), sin su aquiescencia por lo menos?
Porque al final de cuentas, más que el avance del comunismo internacional, más que la defensa de los más caros intereses constitucionales, más que una batalla entre peones geopolíticos como lo quiso pintar el Ejército en algún momento, los militares estaban defendiendo un estilo de vida, un sistema racista y excluyente y gozando los beneficios de ser los garantes de la continuidad del statu quo.
Y la pregunta es si usted colaboró de palabra, obra u omisión con esto que pasó. ¿Se quedó callado?, Hizo alguna llamada anónima para denunciar a las “actividades sospechosas” -¿Se acuerda del anuncio en T.V. sobre las manzanas podridas?- o, ya así descarado, ¿era de los que decía que el único guerrillero bueno es el guerrillero muerto?
Me dirán que los guerrilleros no eran niñas de primera comunión. Eso cae de su peso. Eran secuestradores, asesinos, corruptos tanto como los del otro lado, extorsionistas y todo lo demás. Eso no se discute. Y aunque uno pueda estar de acuerdo con los ideales políticos que abrazaban, los métodos eran a todas luces ilegales.
Supongo que cuando uno se alza en armas, se atiene a las consecuencias. No solo a que lo maten en combate, sino a que eventualmente habrá de responder por los delitos que cometió en el curso de su luchar armada. Y algunas personas quieren equiparar que el Ejército desapareciera a estas personas con una consecuencia natural de la lucha armada.
La pregunta en todo caso es si estos guerrilleros merecían un juicio, ¿tenían derecho a una defensa?, ¿tenían derecho sus familiares a saber donde estaban?, ¿tenían derecho a que se supiera que fueron detenidos por intentar derrocar al gobierno o por haberse convertido secuestradores, o extorsionistas o cual sea el delito que hayan cometido?, ¿o es que ya de plano lo mejor era torturarlos en un cuartel, matarlos y enterrarlos donde nadie pudiera encontrarlos sino hasta casi 30 años después?
No es esto una acusación. Es más una pregunta, una duda que tengo sobre cómo ocurren estas cosas. Soy de la idea que si una sociedad permite que 200.000 personas sean aniquiladas así como así, es porque de alguna forma está de acuerdo o, a pesar de lo atroz del método, los réditos resultan harto beneficiosos como para no mirar para otro lado.
Por eso pregunto. ¿Dónde estaba usted cuando pasó todo esto? ¿No se acuerda?, ¿estaba muy joven?, ¿los medios no decían nada?
No se preocupe, hay examen de recuperación. Las desapariciones no pasaron solo una vez. Veinte años más tarde, en el gobierno de Óscar Berger volvió a pasar con horrorosa similitud. No eran oficiales del Ejército, es cierto. No eran guerrilleros, también es cierto.
Los mareros (o al menos eso decían los papeles que traían pegados al cuerpo) que estuvieron apareciendo como 14 o 16 meses en las cunetas y descampados durante todo 2005, no tuvieron -como no tuvieron los 183 del diario militar- oportunidad de un juicio, de una defensa.
Y la pregunta es si usted colaboró de palabra, obra u omisión con esto que pasó. ¿Se quedó callado?, ¿Hizo alguna llamada anónima para denunciar a las “manzanas podridas”? ¿Se lo contó a Waldemar? O ya así descarado, ¿era de los que decía que el único marero bueno es el marero muerto?
Todo ese año, todos los días en los programas de micrófono abierto de Radio Sonora cuando llamaban los oyentes para aplaudir las matanzas. “Acábenlos”, “Habría que hacer como en Honduras, que le metieron fuego a la cárcel”, “un aplauso para los escuadrones de la muerte”. No me lo estoy inventando, esas eran las palabras exactas de la gente que llamaba y mientras los presentadores del programa nada más se limitaban a decir que todo el mundo tiene derecho a su propia opinión, aún cuando esta es apología de la limpieza social.
Ese año, justo antes de las Navidades, me acuerdo que estábamos en un convivio de los compañeros de colegio en la casa de un amigo y me encontré a una funcionaria del ministerio de gobernación. Del ministerio de gobernación que dirigía Carlos Vielmann y en cuya policía campaban Erwin Sperissen y Javier Figueroa, hoy todos prófugos.
Ya todos medio borrachos, me armé de valor y le dije: “mire, dígale a don Carlos que ya pare la mano con la limpieza social, que se está dando color”.
Se lo dije por joder, por provocar, por ver si me contestaba algo. No estaba preparado para la respuesta que me dio. También un poco bebida, la funcionaria me contestó algo así como “Mire Llorca, usté debería estar agradecido con Don Carlos porque él se está sacrificando para que usted viva tranquilo. Esa gente es mala y Erwin y el doctor están haciendo lo que tienen que hacer porque esa gente no merece vivir”.
Hoy que lo veo en retrospectiva, supongo que tendría que haberle dicho algo, haberle contestado que si el derecho a un juicio, que si los derechos humanos, que si no hemos aprendido nada de las desapariciones de los años 80. No. Solo me quedé calladito, apuré mi cubalibre de un trago y mejor me fui a la mierda.
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