En Guatemala iremos pronto a las urnas. Rara vez tenemos la oportunidad de manifestar nuestra postura de manera vinculante. Ayer se presentó la propuesta final de reformas al sector justicia, fruto del proceso del diálogo nacional convocado por los presidentes del Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial y que ahora tendrá que ser revisada y aprobada por el Congreso para que la ciudadanía posteriormente pueda ratificarla o rechazarla en consulta popular. Para quienes nos perdemos en la jerga jurídica, este proceso puede parecernos irrelevante. Otros simplemente optamos por no involucrarnos por el grado de complejidad del tema. Tenemos la dificultad de dimensionar el impacto que tendrán estas reformas en el país y concretamente en nuestras vidas.
Votar requerirá grandes esfuerzos de informarnos, comprender lo que se plantea y elegir la opción que encaje con lo que creemos que es lo más acertado, más allá de quedarnos con lo que algunas personas a nuestro alrededor digan que es lo correcto. Implicará tener el DPI en buen estado, hacer el tiempo para ir al centro de votación y buscar nuestra mesa para votar. ¡Qué hueva! Lo sé y no quiero pecar de malagradecido. Valoro el derecho a votar que tenemos, aunque sigamos con un sistema electoral que favorece el fraude, el tráfico de influencias y el financiamiento ilícito. Eso me recuerda la frustración que sentimos cuando los diputados aprobaron las reformas a la Ley Electoral y de Partidos Políticos (LEPP) a principios de este año. Fuimos testigos de cómo la mutilaron a su antojo, y todos sabemos que en el Congreso actual no están verdaderamente representadas las necesidades y los intereses de la gente. Ahora se está trabajando desde varios frentes en una nueva tanda de reformas a la LEPP que tendrán que enfrentarse a las manos oscuras de los diputados. Las mismas manos que con 105 votos a favor tendrán que aprobar ahora el paquete de reformas judiciales.
Hace un año, pocos conocíamos al juez Miguel Ángel Gálvez o el caso de Claudia Escobar. No imaginamos que jueces como Jisela Reinoso y magistrados como Douglas Charchal podrían ser separados de sus puestos por señalamientos serios de corrupción. Estamos acostumbrados a que las reglas de nuestro sistema de justicia favorezcan a los partidos políticos corruptos y a quienes tienen la capacidad política y económica de comprar jueces, de manera que se mantenga en las sombras a los trabajadores honestos y comprometidos del Organismo Judicial. Desde 1996, más de 40 leyes han sido aprobadas en materia de justicia. Esto ha permitido que el MP y la Cicig hagan un mejor trabajo en la lucha contra la impunidad. Nadie está por encima de la ley —en teoría y cada vez más certero en la práctica—, y en un país con más del 90 % de impunidad cualquiera podría verse envuelto voluntaria o involuntariamente en casos que conduzcan a los juzgados. ¿No preferimos ser juzgados en un sistema coherente, transparente y apegado a la ley, en juzgados con personal competente, donde lo técnico no comparta responsabilidad con lo administrativo y donde la independencia esté mejor blindada?
Aun así, este proceso de reformas constitucionales ha resonado muy poco en la población. En un pequeño ejercicio en mis redes sociales pregunté cómo votarían en una consulta popular. Únicamente contestaron aquellos contactos que ejercen como abogados, que han participado en el proceso o que aportan con frecuencia en actividades y temas políticos y ciudadanos. Muchos contestaron aun sin saber que la propuesta final no había sido presentada. Para las grandes mayorías, el sistema judicial y estas reformas en particular son como enfrentarse al ascenso de un volcán: lo vemos a lo lejos —aunque no conozcamos su nombre y altitud—, no sabemos cómo subirlo, no sabemos si aguantaremos, lo vemos muy peligroso y pensar en el esfuerzo del ascenso nos lleva a rendirnos antes de comenzar. Eso sí: sabemos que, por muy exhaustos que estemos, la vista desde arriba será majestuosa y que acercarnos al cráter será una experiencia única.
En este caso la ruta está clara. Tenemos nuevas redes de articulación y organización ciudadanas. Hemos perdido ingenuidad y miedo. El peligro está en los diputados y en aquellos sectores que prefieren que las cosas no cambien y favorecen así la soberana impunidad. ¡Podemos vencer esos peligros! En nuestro país, apostar por el cambio es radical. Aún más radical es que esa apuesta sea crítica, informada, incluyente, bien fundamentada y consecuente. Eso es lo que nos toca, y tenemos la posibilidad de hacerlo. Escalemos el volcán y escalémoslo bien. ¡Vamos a las urnas!
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