Lecturas recientes me han llevado a producir espacios y tiempos y a explorar relaciones inesperadas, a realizar viajes dentro de viajes; aunque esta imagen puede caer ya en lugar común. Los viajes en cuestión, no obstante, son siempre materiales. La multiplicidad de encuentros que es capaz de activar un libro van más allá de lo que la imaginación o descripción de quien escribe genera en quien lee. De allí que sea posible realizar recorridos sin necesidad de héroes, conquistas, descubrimientos ni botines y también sin linealidad, memoria ni representación.
La palabra teoros, de donde viene teoría, significa mirada y también viaje. Teoros eran en la antigüedad griega aquellos que asistían a celebraciones religiosas en regiones ajenas a la propia y volvía a su pueblo a contar cómo eran. De allí que Platón desarrolla la idea de que el teoros tiene la capacidad de mirar de otra manera e introducirse gracias a ello en un ritual que trastoca su forma general de ver la realidad (nunca regresa siendo el mismo) y plantea que el teórico es capaz de contemplar y por ende viaja a través de sus ideas para buscar y traer la verdad. No es casualidad que las exploraciones colonialistas e imperialistas hayan estado respaldadas por la búsqueda de conocimiento y la expansión de la verdad, y esa historia está plagada de historias con un solo protagonista, un héroe. Como siempre lo han sabido otras tradiciones, las prácticas de conocimiento no son exclusivamente humanas y sabemos también que no todos los humanos han tenido la posibilidad de serlo de la misma manera.
En su libro La invención de la naturaleza: El nuevo mundo de Von Humboldt (Penguin, 2021) Andrea Wulf se enreda desde los archivos con cartas, manuscritos, cuadernos y mapas, con las exploraciones del científico del siglo XIX y con el proceso de configuración de la vida y la muerte en los territorios de la Nueva España, Venezuela, el Perú y Washington. En sus notas, Humboldt registra todo lo que encuentra y a su paso va dejando marcas en los senderos que recorre, los ríos que atraviesa, los montes que escala y en los paisajes sonoros de aquellos ambientes enredados entre sí. Ser y conocer van siempre de la mano. Mientras ascendía en el Chimborazo «anotaba meticulosamente todas las especies que veía: una mariposa aquí, una flor diminuta allá». Y luego, en México, apunta en sus diarios que «a los trabajadores indígenas les obligaban a subir unos 23,000 escalones cargados con rocas enormes. Los usaban como ‘máquinas humanas’, esclavos en todo menos en el nombre, debido a un sistema laboral —el llamado repartimiento». Llegó a la China en 1829 luego de cruzar los Urales, donde observó «la destrucción de los bosques y los cambios producidos a largo plazo por la humanidad en el medio ambiente» (aunque había requerido 12,244 caballos para llegar allí).
Una obsesión similar a la de Wulf por los archivos parece ser la de Olga Tokarczuk, quien en su novela Los errantes (Anagrama, 2019) acompaña diversas experiencias y formas de nomadismo sin protagonistas pero con abundantes encuentros humanos y más que humanos: cuerpos plastinados, islas, barcos, puertas de abordaje, una mano (la de Constantino), una pierna, y un corazón (el de Chopin) perdidos conforman un enredo que nos recuerda que «quien se detenga quedará petrificado, quien se pare será disecado como un insecto… Bienaventurado es quien camina.» Al avanzar, la escritora se encuentra con que «el panóptico y la Wunderkammer… forman la venerable pareja que precedió a la existencia de los museos», esos espacios de captura donde tantos viajes (esos procesos constantes que van moldeando y ampliando relaciones entre múltiples formas de existencia) han concluido sus recorridos. Ahí, donde el botín —o el conocimiento— se hace evidencia de logro, donde ya no parece haber forma de seguir hilando y deshilvanando.
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