Y hace falta valor para enfrentarnos a las cosas que no queremos hacer, a las cosas que hemos venido postergando por días, meses… años.
Por fin terminé de desempacar mis cajas. Seis meses después haber llegado al desierto, tras las primeras lluvias encontré las fuerzas para darle la cara a las cartas. Son cientos de ellas, escritas a lo largo de los últimos cuarenta y pico años.
Estuvieron durante años en una caja bajo una cama, guardadas, esperando, esperándome, acumulando la fuerza para revelar sus secretos. Quiso mi madre que fuera yo el que las leyera.
Algunas están emborronadas por la humedad, otras por las lágrimas. Una que otra aún se insinúa un perfume, en otra había 20 dólares.
Cada carta es una pieza en un rompecabezas por demás incompleto de la historia de una familia que… ¿fuimos familia alguna vez? Quizá, antes, sí. Son cartas que narran la vida de unas personas que se aventuraron a vivir en una circunstancia harto compleja.
Son, en su gran mayoría, cartas de mi padre. Van desde la correspondencia llena de esa pasión y desasosiego de dos adolescentes ya medio entrados en años que inician un tórrido romance en la Guatemala de mediados de los 60´s, que los lleva a lo largo de todo el continente y de vuelta a Guatemala. Hablan del amor, de las promesas, del futuro y de cómo se miraba él en el mundo. Las de mi padre hablan además de sus terribles celos, sus inseguridades, sus delirios y sus prejuicios.
“Te diré que hay muchos ipis y bitnits y son horrorosos y es una plaga. Jamás hubiera imaginado encontrar en Estados Unidos tanta gente rara, si vieras en los aeropuertos, negros borrachos vociferando disconformidad por todos los problemas que padecen”.
[Nueva York, 8 de noviembre de 1969]
En ese primer legajo, en las cartas enamoradas, hay cartas de mi madre. Muchas de ellas, con esa letra que me trae recuerdos de boletas de calificaciones, listas de la compra, de interminables sumas de la contabilidad del hogar escritas en el reverso de tickets del supermercado… Esa letra siempre incómoda con el bolígrafo de punto fino; sin el que ella no sabía escribir. Salvo dos que escribió con pluma fuente o con un canutero (¿alguien es tan viejo como para recordar el canutero?) que me revelan que cuando aún podía ver, mi madre tenía una letra, contenida, cuidada, hermosa.
Hay otro legajo, escrito solo por mi padre durante una década llena de amargura y reproches que arranca a finales de los ochenta cuando nos abandonó. Son cartas terribles, cartas como pedradas que estallan contra los dientes, cartas que de tan aterradoras, algunas permanecen cerradas como cuando él las echó en el buzón hace 20 años.
Están otras que no se que hacen allí. Un par de cuando era novio de mi primera ex esposa. Otras de cuando Néstor se fue a vivir a Chile y yo pensaba huir de Guatemala hacia España. Hay cartas de mi ex cuñado y cartas de mi hermana y cartas de mi abuela. Hay cartas de mi abuelo y de mis tíos.
Hay otras que ni llegan a ser cartas, escritas en retazos de papel arrancados de quién sabe dónde, con en esa letra que podría reconocer en cualquier parte.
Son votos escritos por mi madre en sus momentos de desesperación, votos a Dios, supongo, de una madre que implora vida para ver crecer a sus hijos; valor, para alentarlos; fe, para aceptar lo que elijan; paciencia, para enseñarlos sin someterlos; sabiduría para que sus actos no les perjudiquen y amor, para acompañarlos en su camino.
Votos angustiados como los que secretamente (digo, sin ponerlos por escrito) hacemos todos los que sabemos que la tarea de ser padres es un campo minado, una tarea de la que nadie puede salir bien librado. En la que siempre se pudo hacer más, en la que cualquier esfuerzo resulta nimio por grande que sea.
¿Cómo llegaron a dar todas esas a la caja de cartas de mi madre? Sospecho, no sé, que la vieja lo guarda todo.
Son vestigios de una época cuando la palabra escrita tenía otro valor. Una idea de que al escribirlo tiene que volverse realidad. Una constancia de haber orado. No sé, hay otros votos escritos por ella en otros momentos de angustia que me inclinan a pensar eso.
Siempre quise saber qué hacía cuando se encerraba a fumar sus Casino mentolados. Entre la montaña de papeles he encontrado algunas pistas.
Mientras leo esas cartas, me entero (por teléfono) de que mi (segunda) ex esposa se volvió a cambiar de casa y que los niños están resignados a irse a vivir a otro lugar, lejos de sus amigos. De nuevo. Y es de esas veces que la realidad se impone y no hay nada qué hacer. Es eso, porque así es.
Y me muero de ganas de verlos, supongo que estarán altísimos y me muero de ganas de irnos los tres a la playa y que Rafa me de cuentas, con esa voz que está a punto de hacerse dos tonos más grave para siempre, sobre qué han sido estos seis meses de ausencia. Y me muero por abrazar a Carlos, porque a él no le gusta tanto hablar. Y me muero de tristeza de pensar que Telgua no tiene buena señal en donde ahora viven y que de cada diez llamadas nueve terminan en el contestador.
Escribo porque hoy ya nadie manda cartas. Porque ellos nacieron en una época en que la correspondencia es una reliquia que seguramente sólo interesa a un viejo como su padre o a alguien que nació en una época en la que seguramente los dinosaurios aún reinaban en la tierra, como su abuela.
Escribo porque hoy, para estar presentes mandamos un beso por Facebook y una caricia en Skype. Y, aún con la señal de mierda de Telgua, tenemos el día a día de los seres queridos allí nomás, inmediato y efímero. Como debe de ser el día a día. Pero no tenemos permanencia.
Escribo para pesar, para estar allí dentro de 10, 20, 30 años y decirles que los quiero, que me parte en dos tenerlos tan lejos o no tenerlos… tan lejos.
Para pedirle a Dios que me de vida, paciencia, valor, fe sabiduría y amor. Sobre todo amor.
Escribo porque no sé hacer otra cosa y porque dicen que verba volant, scripta manent.
Poco a poco el sol se va poniendo hacia el oeste, sobre el Oeste. Y en un momento ilumina las montañas y este cielo de finales del verano con esa belleza que sólo es posible en el desierto. Esa belleza que se encuentra en las flores que brotan entre las espinas de los cactos luego de unas brevísimas lluvias.
Me atrevo a tomarle una foto al cielo, dos quizá… y ya no hay luz. Y en medio de la oscuridad emprendo el camino de vuelta a casa.
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