Hay seres que no necesitan palabras para decirlo todo, no escriben, no cantan, no pintan, solamente existen, su sola presencia es un acto de amor constante. A uno de esos seres le debo este texto. A Milu, mi compañera de cuatro patas, mi amiga silenciosa, mi espejo más honesto.
En mis años de escultismo aprendí que San Francisco de Asís era el patrono de la manada. Lo imaginaba peregrino, con los pies polvorientos, con caites de cuero ajado y con el alma abierta, rodeado de lobos y canes, hablando como quien conversara con hermanos. Quizá por eso, en mi difusa religiosidad, siempre sentí que los animales eran más que criaturas: eran testigos, confidentes, incluso ángeles disfrazados de pelaje y mirada.
Si de mí dependiera, lo habría nombrado también patrono de la jauría, de los que ladran a la luna y duermen al lado de la puerta, guardianes de nuestras soledades que no piden más que un poco de comida y una caricia. En ese cruce entre lo sagrado y lo salvaje, entre la ternura y la rebeldía sin duda alguna encontré a Milu.
Quisiera tener la gracia de Asís para escribir un nuevo Cántico de las criaturas. Uno que honre no solo al hermano sol y la hermana luna, sino también a la hermana canina que me acompaña en mis días de sombra y en mis noches de insomnio. Milu, cuyo nombre viene de Marie Louise, lleva en su etimología francesa la dulzura de lo cotidiano (amable y rebelde), lo sencillo, lo que pasa desapercibido pero capaz de sostener el mundo.
A veces la llamo Milou, como el fox terrier de Tintín, su compañero de aventuras y misterios. Aunque mi Shih Tzu sea menos inquieta, no persigue criminales ni descubre tesoros, la misión sutil es: habitar el silencio de mi melancolía, consolar sin palabras, recordarme que el amor no necesita traducción.
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No soy el primero en escribir sobre un animal amado. Hemingway tenía su gato, Sabina, su Elvis felino; Galeano su perro Hunter. Unamuno, en un arranque de mística, vio en los ojos de su perro Remo el reflejo mismo de Dios. No pretendo emular esas plumas. Pero sí sé que, como ellos, he sido tocado por una presencia que trasciende el lenguaje a través de los ojos de mi perro. No habla lenguaje humano, pero me entiende; no escribe, pero narra conmigo cada página en nuestra vida. En sus ojos se reflejan mis desvelos, mis frustraciones, mis pequeñas victorias y mis incontables alegrías; sin mencionar que en su hocico húmedo se disuelven mis lágrimas.
Milu ha sido testigo de mi toxicidad, de mis días grises, de mis silencios más largos. Y, aun así, se acurruca en mi regazo como si nada doliera, como si el mundo fuera un lugar seguro mientras estamos juntos, amor sin condicionantes y lealtad sin fisuras.
Pero el tiempo, ese ladrón sin rostro, se acerca con la certeza de la despedida. Me duele el estómago de solo pensarlo porque cuando ella se vaya, no solo se irá un perro. Se irá una parte de mí: mi juventud, mis dudas, mis miedos, mis alegrías, mi espacio seguro donde nunca fui juzgado, donde pude desnudar mi alma sin temor.
Sé que ese vacío es el precio justo por haber amado tanto, porque amar a un ser vivo es, por definición, aceptar su presencia finita en este espacio. Aun así, lo hacemos, porque el amor verdadero no teme al final, abraza la partida con la espera de un cercano reencuentro.
Me conoce como nadie, sabe de mis pensamientos recurrentes, de mis dolores antiguos, de mis preguntas sin respuesta. Me mira y yo entiendo, lame mi mano para calmarme y sobre todo tiene un pedazo de mi corazón, y cuando ya no esté, ese pedazo la seguirá buscando en cada rincón de la casa, en cada sombra, en cada sueño.
Sé que me acompañará desde otro plano, porque siempre ha estado conmigo cuando más lo necesitaba. Porque su amor es tan genuino que ya lloro su partida (a pesar de haber hecho las paces con la muerte hace tiempo). Porque su ansiedad es la mía, y mis cardiopatías están presentes también en su pequeño pecho.
Milu, mi Shih Tzu amable y rebelde, este texto es para vos. Para tu hocico curioso, y tus patas inquietas, para tu mirada sabia y para todo lo que das sin pedir nada a cambio.
Si este escrito tuviera sonido, debería sonar la guitarra de John Denver, en un volumen bajo y melancólico. Y, como una caricia en soledad vibrarían los versos:
Let me lay down beside you, let me always be with you. Come let me love you, come love me again…
Así, entre versos y gruñidos con lágrimas de gratitud, me enseñas que el amor más puro a veces viene con cola y duerme al lado de tu mesa de noche.
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