Lunas atrás, Francisco Ximénez logró transcribir (por llamarlo de cierta forma) fragmentos pertenecientes a los maya quiché; así se publicó en lengua castellana el famoso Popol Vuh, o libro sagrado. Hoy en día, ese legado ancestral queda como una columna histórica nacional, levemente usado en la didáctica, materia —de por sí ya perdida u olvidada—.
El Popol Vuh, de lectura forzada en algunos casos dentro del pensum educativo, genera dentro de esa obligatoriedad una pérdida de la mística en el lector naciente. La riqueza y fantasía que podría trasladar al lector se ve engavetada por la falta de interés didáctico en conocer a los pueblos originarios. Debería ser un texto fundamental por su riqueza histórica, y reconocerse su lugar preponderante como el libro de los abuelos. No hay metodología real para su enseñanza.
Y así, hago hincapié en los pocos espacios literarios, los casi nulos espacios culturales que promueven lecturas, las contadas propuestas escritas, la pobre difusión de pensamientos y un hábito de lectura y escritura casi extinto —con ciertas excepciones—, pudiendo concluir que, en promedio, Guatemala no lee —o no sabe leer—.
En promedio, en el país se lee menos de medio libro por persona por año, un número pequeño con el cual, definitivamente, no somos tomados en cuenta en estadísticas reales de lectura a nivel latinoamericano.
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Para nuestro pequeño territorio, casi todo está marcado por la élite económica, siendo esta el metrónomo de las tendencias y también la fuerza invisible que nos otorga ideas preconcebidas. Por ejemplo, la de que se puede —o debe— vivir de la escritura. Esa misma élite, que sigue dividiendo el mundo entre zurdos y derechos, piensa en los escritores nacientes como serviles lacayos al servicio de un fin político, y no como expresiones de sentimientos y nuevas formas de traducir la realidad. Osan dirigir publicaciones en redes y promover la difusión según sus conveniencias.
Entonces, la pregunta para algunos será: ¿cuán rentable es editar o publicar un texto? Peor aún: ¿para qué o para quién escribo?
El cronista del siglo XIX, José Milla y Vidaurre, pudo trasladar en los retratos costumbristas la expresión de la Guatemala naciente como país independiente (o al menos así se creía), con la propia difusión de aquel entonces y en el claro uso de influencias económicas y políticas, por momentos sin estructura de bando, pero con un claro fin: transmitir en sus textos un amor a la patria nueva. Ese Pepe oculto dentro de un anagrama, para protegerse de la crítica y de la represión en cualquiera de sus representaciones.
Es, por bien, este texto un reclamo de edad adulta o de vejez joven; no puede decirse que es entre líneas, pues se cita tácito y directo.
Existe cierta sensación de que, tal cual hicieron esos primeros hombres de madera del Popol Vuh, nos hemos acabado el recurso literario. Las voces están siendo silenciadas por la tecnología, y el tan amplio legado se ha ido encajonando en los apolillados muebles de pino. Hemos malgastado los recursos, y los escritores o lectores han preferido voltear hacia los mensajes de texto, plagados de apócopes y carentes de cualquier expresión. Lo cual ha llevado a perder la enriquecedora experiencia que nos regala la literatura.
Salvo algunos casos, los escritores evitan abstraerse en la inventiva, reprimen la imaginación, bloquean el permitirse ser personajes de cuentos infantiles, irreverentes rebeldes de obras literarias o poéticas libres, dotadas de fuego ardiente. Nos excusan con ser una nación joven, pero sin recambio.
Ahora bien, una preocupación adicional surge cuando las expresiones son duramente juzgadas en redes, y pocos son los que se animan a elevar la cabeza dentro del hálito indiferente que envuelve a la sociedad. Se procrastina cualquier intento artístico. Hemos vuelto a la lectura un concepto de alcurnia, siendo capaces de demeritar escritores, obras o incluso tendencias por las razones más absurdas que sean. Nos empoderamos para juzgar el lenguaje simple, la rima ausente, la carencia de reflexión o incluso el romanticismo excesivo; a tal grado que la difusión se logra fuera de nuestras fronteras, y la edición es un recurso muy escaso dentro de nuestro país.
En fin, cual narrativa de libro rasgado… espero que una calavera escupa la mano literaria y renazca la experiencia; que florezcan los talleres de lectura, la expresión poética, el involucramiento social y, sobre todo, la promoción. Porque tenemos historias costumbristas, anécdotas indigenistas y mitos que han crecido en el subconsciente colectivo. Que el nuevo Ak’abal marque el sendero de las próximas lunas, y que un Pepe pueda ser historia.
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