Muchos afirman que en Guatemala nada cambia. Y cuando parece hacerlo, sucede solo en la superficie, con arreglos cosméticos que no modifican las relaciones dominantes, ocultas en disfraces que embaucan hasta al más perspicaz. La célebre paradoja del gatopardismo: «cambiar todo para que nada cambie» en parte es cierta; el sistema mantiene mecanismos de captura, adaptación y reproducción. No obstante, y a pesar de ello, también es cierto que el cambio siempre se está dando; la historia no se repite ni para quienes la estudian. En ese sentido, lo viejo nunca muere del todo y lo nuevo lleva tiempo naciendo.
Extraña fatalidad la que ata a los conservadores al fracaso en su intento de mantener un orden que ineludiblemente cambiará. Por supuesto, no siempre para mejor, porque todo progreso trae consigo las condiciones de retroceso. Sin embargo, en su defensa del orden establecido, algunos están dispuestos a continuar con normalizaciones impuestas que pretenden controlar la diferencia, a veces hasta eliminarla. Esto es válido en un sentido metafísico, donde lo «natural» se desvela entremezclado en la cultura y el peso de la historia, pero también en un sentido político, donde los esencialismos y verdades absolutas se revelan como imposiciones y ejercicios de poder. Podemos pensar, como ejemplo, en la naturalización de la desigualdad en esta finca.
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Como el poder es más eficaz cuando persuade que cuando obliga, es más eficiente minimizar u obstaculizar la posibilidad de lo distinto y lo nuevo. En ese sentido, las tesis reaccionarias que recoge el economista Albert Hirschman en su libro La retórica reaccionaria son ejemplos de lógicas conservadoras que, en momentos críticos de la historia, se opusieron a importantes reformas sociales que hoy damos por sentadas, como las del sufragio universal o las del Estado de bienestar. En Guatemala, todavía se escuchan esos ecos, como cuando se dice que no todos deberían votar o que el Estado es un mal necesario que debería reducirse, casi hasta desaparecer.
Es un lugar común en países donde se desprecia lo público creer que los cambios políticos son ilusorios (futility thesis) o imposibles. Según ellos, no vale la pena hacer nada porque nada va a cambiar: «todos los políticos son iguales», «la política no sirve». A lo sumo, lo más prudente sería constreñir y debilitar al Estado, una profecía autocumplida en la que, una vez débil, se reduce también su potencial transformador. Se niega y desprecia su potencial, pero, cuando se formulan medidas para transformar, se argumenta con certeza absoluta que los resultados serán opuestos a los que se pretenden (perversity thesis). Como cuando se anunciaron las transferencias en tarifas sociales para beneficiar a millones y los críticos dijeron: «no hay que dar el pescado sino enseñar a pescar». Su lógica simplista consiste en decir que medidas que buscan generar beneficios (aliviar a la población) terminan generando lo opuesto (pobreza, dependencia). Se infiere, por tanto, que «cualquier intento de mejorar la sociedad solo hará las cosas peor». O aquellos que viven metiendo miedo con la lógica de que las reformas implican mayores costos que beneficios (jeopardy thesis). Como los que atacan a Semilla anunciando cataclismos que nunca llegan.
El propósito es el mismo: imposibilitar la transformación de esta finca. Por eso es importante preguntarse cui bono, es decir, ¿quién se beneficia de un Estado debilitado en lugar de mejorarlo para que provea bienes públicos que ninguna empresa puede ofrecer? Eso es lo que persiste en la crítica deshonesta de los reaccionarios de hoy: obviar el fracaso de gobiernos anteriores y todo el sistema paralelo que sigue hostigando al gobierno y a los disidentes para dejarlo inoperante. Mantengo que siempre será preferible equivocarse por ingenuidad o falta de experiencia antes que cruzarse de brazos y perpetuar este infierno de pobreza y desigualdad. La finca va a caer, quizá tome más tiempo del que quisiéramos, pero los futuros son nuestros, inclusivos y plurales.
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