Las calles se volvieron peligrosas por muchos motivos: la inseguridad, la contaminación, el smog… pero ahora hablemos de los desafíos de andar «a pata» en urbes que privilegiaron (y mal) la movilidad automotora en deterioro de los espacios seguros para las personas.
Sumemos la «cultura» vial de quienes van al timón, especialistas en tirar el carro (o la moto). Con suerte, algún atento ciudadano detendrá su vehículo, pero te hará lucecitas o sacudirá la mano para que te apurés a cruzar. Y vos, apenado viandante, ¡encima le decís gracias!
Según cifras de los Bomberos Voluntarios, diariamente se atienden entre cinco y siente atropellados en todo el país. En la capital uno de cada 10 pierde la vida. Parece poco en una ciudad de 2.3 millones de peatones al día. No lo es cuando te toca a vos o alguien cercano.
En un contexto así, va a sonar raro decir que salgo a caminar a la calle por puro gusto, por acto contemplativo. Lo necesito. Es mi forma de encontrar conexiones con una ciudad que nos aliena como comunidad.
Salgo casi a manera de un flâneur, aquel personaje literario del siglo XIX que se relacionaba –crítica y estéticamente– con las calles de París para desatar la imaginación o capturar los delirios de la modernidad. Solo que sin bohemia, ya quisiera.
Pero la ensoñación se acaba cuando debo cruzar la vía y no hallo dónde ni cómo. El panorama es desolador. Esta urbe no es un vecindario, es una autopista que no se deja pasear. Y en este rumbo van muchos municipios del país.
De acuerdo con el Observatorio Nacional de Seguridad de Tránsito (Onset), las causas frecuentes de atropellamientos van desde no usar las pasarelas, hasta ignorar las señales de tránsito o cruzar en lugares no permitidos. Pero aceptar esto sin cuestionar otros factores sería depositar la responsabilidad exclusivamente en los peatones.
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Pues sí, los peatones también tenemos obligaciones: circular por los espacios destinados a nosotros (art. 58). Pero no es difícil ponerse en los zapatos de miles de personas que «vuelan pata» todos los días para comprobar cuán ineficiente y abandonada es la infraestructura peatonal actual. Por infraestructura entiéndase «piso» para caminar.
Está pisado: pasos de cebra que pocos respetan, aceras y banquetas irregulares o inexistentes, obstáculos absurdos, viaductos a desnivel, calles parqueo, carriles de alta velocidad que no se pueden cruzar…
¿Más pasarelas? En muchos casos no son instaladas para proteger al peatón de los vehículos, sino para proteger a los vehículos de los peatones. Un espacio público justo debería priorizar a los usuarios más vulnerables con infraestructura a escala humana.
Junto a la falta de sistemas integrados de movilidad colectiva, el peatón en una urbe de aceleradores no puede sentirse más indefenso.
Vamos tarde exigiendo que nuestras ciudades adquieran o recuperen escala humana, con ordenamientos para medios públicos de movilidad más sencillos y accesibles. Como el simple y sano caminar, no importa el barrio o la zona.
Porque tampoco se avanza si los dizque proyectos de «peatonalización» son islas urbanas, están encerrados en condominios exclusivos o se implementan cosméticamente en las lavanderías blancas de la especulación inmobiliaria, que de vecindarios no tienen nada.
Distraídos, acompañados, con chucho, en patineta, en silla de ruedas, con prisa o lentitud, las calles no deberían sentirse como un videojuego de plataformas.
Tal vez resulta anacrónica la figura del vagabundo que deambula detrás de experiencias estéticas; pero nuestros pies, con apuros, ocupaciones y obligaciones encima, merecen calles que se dejen caminar. Porque, en teoría, los peatones llevamos la vía.
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