El título hace referencia al tiempo y el trayecto mínimo en que puede reaccionar una madre para proteger a sus hijos ante una situación de peligro; pero «distancia de rescate» también refiere a un concepto jurídico aplicado en la legislación de Argentina: la franja de exclusión mínima que habría de funcionar como un cordón sanitario para separar la vida de la enfermedad, el veneno de las personas, en zonas donde se aplican agrotóxicos, eufemísticamente denominados por la industria como «productos fitosanitarios».
Se sabe que no existe tal zona segura. Una vez vertidos sobre los cultivos, los agroquímicos se esparcen a través del suelo, el agua, el viento y los alimentos. Y permanecen allí por mucho tiempo.
No es cuento y lamentablemente no es un tema lejano: el glifosato, el nemagón y muchos agroquímicos más los tenemos muy cerca. Paradójicamente, prohibidos en los países que los producen y exportan, la agricultura industrial local rocía su producción con estas sustancias.
Rápidamente se nos olvidó que hace un par de meses al sur de la ciudad de Guatemala vecinos denunciaron un fétido olor que empezó a causar problemas de salud entre la población. Gracias a la denuncia ciudadana y el seguimiento de periodistas independientes (pues las autoridades municipales tardaron en reaccionar o se esforzaron en «hacerse los locos») se pudo identificar, según informe de AMSA, que hubo un derrame de químicos almacenados en toneles por una empresa de la zona. Entre los químicos encontrados se mencionó el terbufos, un compuesto peligrosamente tóxico y restringido en otras latitudes, el cual es utilizado para elaborar insecticidas para cultivos como maíz, banano, café o papa. La OMS lo clasifica como de alta toxicidad. La Unión Europea lo tiene prohibido. No obstante, aquí se esparce a diestra y siniestra sobre las frutas y verduras que nos comemos.
Toxicity. Pónganse System Of A Down mientras terminan de leer esta columna. Disorder, disorder, disorder.
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Durante la conferencia de cierre de la décima Semana Científica recién culminada en la Universidad Rafael Landívar, la Dra. Grettel Navas de la Universidad de Chile expuso sus investigaciones en torno a los efectos sanitarios y sociales del uso del dibrocloropropano en plantaciones de banano en Centroamérica, un compuesto químico utilizado como fumigante del suelo y conocido por causar esterilidad masculina. Está prohibido desde 1979 por la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos, país que lo sigue produciendo para exportarlo a países como Guatemala, sin regulación al respecto.
Los agrotóxicos son parte de la policrisis ambiental que pone en jaque nuestra salud. A nivel global se dan cerca de nueve millones de muertes prematuras al año por este tipo de contaminación. No basta con que la agroindustria que los emplea se haga cargo del problema, lo cual suele ser la excepción. Los efectos de estas sustancias son persistentes, aun mucho tiempo después de que la industria deje de operar. Los agrotóxicos se filtran a los acuíferos y su memoria permanece en el suelo durante décadas, acaso siglos. A esto la Dra. Navas lo denominó «memoria tóxica» y es una forma de «violencia lenta», término acuñado por Rob Nixon.
La humanidad siempre ha dependido directamente de la creación de una fuente segura y predecible de alimentos. Durante milenios, la verdadera tecnología agrícola ha consistido en utilizar los recursos disponibles de manera que perduren en el tiempo. Necesitamos volver a formas de agricultura que recuerden su lugar en el mundo. Hay sistemas de cultivo inherentemente sostenibles en todas las culturas y geografías, con saberes acumulados en milenios de prueba y error para producir alimentos balanceados con su entorno. Es solo después de una mal llamada «revolución verde industrial», hace poco menos de un siglo, que la agricultura parece haberse peleado con la vida. Le encanta colocar el sufijo -cida a un montón de formas de existencia (fungi, bacteri, insecti, herbi…), como si ignorara que estamos hechos de los mismos tejidos orgánicos que estas sustancias están destinadas a destruir.
Es problemático el argumento de que la tecnología química agrícola se desarrolló con el fin de asegurar alimentos para una población mundial en aumento. Sabido es que el principal interés de la industria actual es la rentabilidad de sus producciones y que en un país como el nuestro la desnutrición persiste. En su lugar, como en una ficción de terror rural, verter estas sustancias pone en peligro la biodiversidad y la salud de comunidades y ecosistemas. No podemos olvidar que la salud no es solo la ausencia de enfermedad, sino la capacidad de vivir bien en entornos equilibrados y justos. Con terbufos y glifosato fluyendo cerca de nuestras casas (y acaso dentro de nuestros cuerpos), la distancia de rescate se reduce.
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