El último eslabón de la maldad: la infamia

Lo impresionante de estos actos terribles es que nos muestran cuán duros pueden ser estos grupos. A través de supuestas denuncias o delitos fabricados, se alinean contra cualquiera que haya osado decir la verdad, oponerse públicamente o cumplir con su trabajo. Lo hacen con alevosía, ventaja y crueldad contra toda persona que critique a funcionarios o instituciones.

Lo deshumanizante es que las víctimas suelen ser personas solventes en lo jurídico, honorables en lo social, padres, hermanos, hijos o hijas que solo cumplen con su deber. Aun así, se convierten en blancos que la maquinaria del terror arrasa sin piedad.

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Esta situación lleva años repitiéndose. Funcionarios y operadores de estas instituciones disfrutan de la tristeza, el dolor y la humillación de sus víctimas. Se burlan de quienes, con valentía, se opusieron al poder y a sus abusos. Usan el mismo estado de derecho para destruir a inocentes y someterlos a un plan macabro de aniquilación.

Las humillaciones se acumulan en lo que parece un museo de la miseria humana. Los responsables, en cambio, se vanaglorian de su ultraje. Se jactan de encarcelar a personas que solo tuvieron el valor de enfrentarse a «ese animal grande que pisa fuerte», de actuar con honor, ética y justicia.

Lo peor es que esto no ha terminado. La persecución continúa y seguirá hasta que su mandato acabe o se les impongan límites. Mientras tanto, los verdaderos criminales —los que violaron la ley, se enriquecieron ilícitamente y se convirtieron en millonarios corruptos— son liberados por la puerta trasera.

La infamia se prolonga. No basta con encerrar a inocentes: también buscan destruirlos emocionalmente, avergonzarlos y vilipendiarlos. Pero la historia enseña que todo acto de crueldad tiene un fin. Ojalá este desfile tenebroso termine pronto.

Mientras tanto, queda esperar que quienes hoy están privados de libertad injustamente recuperen la luz, la dignidad y la certeza de que aún existen personas que creen en la justicia, la verdad y el derecho. Porque hasta los actos más execrables de la humanidad, tarde o temprano, deben terminar.