La primera vez que me puse un arete en la oreja estaba aún en el colegio. Mi abuelo y su chofer pasaron por mí para que lo acompañara a la iglesia unos días después. Me subí al escarabajo verde y noté que se fijó en el aro y se contuvo. Permaneció impasible mientras nos uníamos al tráfico de las Américas, suspiré aliviado porque pensé que lo dejaría pasar. Sin embargo, el otrora patriarca de ocho hijos y ahora abuelo de más de veinte nietos solo aplazaba la reprimenda, ingeniándoselas para reaccionar de acuerdo a su rol de abuelo cariñoso. Sin molestarse y de espaldas, inició una larga perorata sobre la decencia, dando vueltas hasta decir lo único que quería decir, que era, básicamente, que los hombres no llevan aretes.
No sería la última vez. Cuando me puse otro y mi mamá lo vio, la noté tensa. Era esperable, le preocupaba, por miedos atávicos heredados de su formación religiosa, que el arete fuera más que un arete, que fuera un indicador de algo más tenebroso y desconocido. Como no estaba segura, y no sabía a quién preguntarle, hizo lo que hacemos cuando ignoramos y le consultó a Google qué podría significar un arete en un hombre. El buscador, como suele hacer, le presentó varias posibilidades, entre ellas su peor pesadilla: oreja derecha o izquierda, ella leía la palabra homosexual.
Huelga decir que cada quien es víctima de su tiempo, prisionero de sus propios prejuicios, como yo lo soy de los míos, los cuales algún día me harán pagar un precio, si no es que ya lo estoy haciendo. Sin embargo, es posible aprender y cambiarlos, pues a mí me enseñaron que la homosexualidad era anormal, incluso una enfermedad, una desviación del orden natural de Dios. También aprendí que era una condición que te hacía menos hombre, o que ser menos hombre era sinónimo de ser homosexual. Gracias a tantos, desaprendí ambas cosas, aunque aún me queden tantos pendientes, ninguno en la oreja.
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Ser o parecer gay –no importa mucho la diferencia– es el origen de burlas, chismes, señalamientos, de los cuales también participé cuando era joven. Esas dudas y sospechas solo podías espantarlas con una reacción defensiva, afirmando una idea concreta de masculinidad. Yo diría dominante, un modelo que nos enseña que ser hombres conlleva una relación de dominio, la realización de una violencia hacia otros y otras, así como hacia uno mismo. La respuesta nunca era buscar formas de masculinidad reflexiva, amorosa, consciente, diversa. Más inclusiva para quienes son diferentes, cuyas vidas actualmente están marcadas por el miedo. Como el caso de O.C.G, el guatemalteco homosexual que fue deportado por «error» a México, en donde había sido violado. Afirma que en Guatemala se siente «en constante pánico», como podrían sentirse muchos otros en un país donde un 35 % de personas LGBTIQ+ experimentó algún tipo de violencia o discriminación en el 2020. En 2024, la Asociación Lambda registró a 115 personas de la comunidad LGTBI cuyos derechos humanos fueron vulnerados, entre las cuales había 19 hombres gays asesinados y 7 bisexuales.
Hombres impuros, como los que brutalmente linchan en la novela de Mohamed Mbougar Sarr por la simple sospecha de ser gays. En la novela Hombres puros parecer gay era suficiente para que una persona quedara despojada de todas sus relaciones sociales que lo ataban a la comunidad y también de cualquier idea de dignidad. Una historia que muestra lo violentas que pueden ser las ideas de los fundamentalistas, lo irracional y salvaje que puede ser la sacralidad de la divinidad y la pureza.
Nadie es inocente, pues cuántas veces hemos participado y alimentado un modelo pueril y gregario que clasifica a los hombres como más o menos válidos, con ideas que ya deberían ser consideradas obsoletas. Lo último que necesitamos es reforzar como único modelo el «macho». Un modelo estructural que premia y promueven a pendencieros misóginos como Andrew Tate, acusado de violación, entre otros crímenes.
Al reproducir ese modelo no solo nos estamos negando otras maneras legítimas, sanas, creativas, gratificantes y convenientes de ser hombres –convenientes para hombres y mujeres, para nosotros mismos– sino que estaríamos acrecentando la violencia actual, reflejado en nuestras preferencias políticas como Bukele, Trump u otras figuras autoritarias. Es importante desaprender y volver a aprender nuevos códigos y nuevas maneras de socializar y convivir, pacíficas e inclusivas, que dejen a un lado el miedo a lo diverso. Porque, no nos engañemos, lo que los mueve es un miedo a lo diferente, a no ser hombres puros también.
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