La historia de un migrante

Lo cierto es que mientras a nivel institucional se dirime esta problemática, también actúa como cortina de humo para desplazar el principal problema: es un hecho que cientos de miles de personas, al menos en el caso guatemalteco, migran porque en nuestro país no encuentran las condiciones de vida que satisfagan sus principales necesidades.

Tanto es así que en busca de mejores oportunidades muchos arriesgan sus vidas y sus escasos bienes (quienes se unen a caravanas, por ejemplo) y otros apuestan o bien al viaje solitario o bien al recurso de pasar la frontera a través de la ayuda de algún «coyote».

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Este es el caso de Juan (nombre ficticio), que lo sé porque me lo compartió alguien que lo conoce de cerca y siguió su recorrido. A pesar de contar con un trabajo en el que le pagaban el salario mínimo, Juan tomó la decisión de irse después de una visita a su pueblo, una aldea en el oriente del país. Algunos de sus primos y un tío viven en EE.UU., desde hace casi un lustro y una prima recién había regresado del primer intento por pasar la frontera en el país del norte. Sin embargo, ella desistió y pese a los ruegos de sus familiares para que usara las otras dos opciones que le ofrecieron por el mismo pago, decidió quedarse en Guatemala.

Así las cosas, alguien le dijo a Juan que aprovechara esa oportunidad y que intentara irse. Como ya hacía algún tiempo que esa idea le rondaba, decidió ir a probar suerte. Solo tenía que conseguir el dinero. ¿Cuánto? 135 mil quetzales.

Como en menos de un mes consiguió que le prestaran el dinero, Juan creyó que era su destino. Así, le dijo a su jefe que se iría y, aunque este intentó convencerlo de que no optara por ese camino, e incluso le ofreció un aumento de salario, Juan persistió y a finales de octubre del año pasado inició su viaje.

El trayecto en que se llevaron a Juan no se hizo por la frontera de Tecún Umán sino por una de Petén. Hasta ahí todo fue como lo planeado. Luego, se pasó a México caminando un poco entre el monte, dijo Juan, y después ya se lo llevaron en un carro por territorio mexicano. Hicieron algunas paradas, se quedaron en algunas casas, se escondieron de las autoridades en algunos pueblos. Lo más relevante fue que en una carretera estalló una de las llantas del vehículo en que iban y estuvieron varados en una zona desolada por algunas horas. Luego de arreglado el asunto siguieron el viaje. Después de varios días tocó atravesar en balsa un río y caminar aproximadamente una hora en el desierto (ya del lado de Estados Unidos), cuando la policía fronteriza lo atrapó junto a sus compañeros.

Les quitaron el DPI (único documento que portaban) y los llevaron a la cárcel. Les dieron ropa y zapatos para que se cambiaran pues la que llevaban estaba mojada. Juan permaneció varios días en prisión. Le dieron tres comidas diarias, sin sal y algo con yodo. Lo examinó un doctor y tuvo derecho a hacer una llamada, pero a un teléfono de Estados Unidos. Llamó a un primo, y este se encargó de comunicarse con la familia.

Dos cosas lo hicieron desistir de volver. La primera, que no había estado en la cárcel antes y que ahí nunca apagaron la luz. La segunda, que antes de subirlo al avión lo encadenaron de manos, pies y cintura. Él que es un trabajador honrado se sintió «como si fuera un sicario». Como deuda, ahora, le queda pagar 15 mil quetzales, que fue lo que le costó esa parte del viaje, además de los gastos de comida y otros menesteres.

Una historia como tantas. Suficiente para reflexionar sobre todo lo que implica en distintos niveles.