La ley y su reglamento encomiendan al enjambre de organizaciones creadas (constituidas en COCODES, COMUDES, CODEDES y demás parafernalia) «conocer los montos máximos de preinversión e inversión pública por departamento, provenientes del presupuesto del Estado». La ley manda a que el sistema de consejos proponga una terna de gobernadores. Sin embargo, en democracias grises, han salido gobernadores grises, y eso debe corregirse.
Al darle una mirada al proyecto de presupuesto para 2023, que es el que rige para 2024 por ocurrencias de la Corte de Constitucionalidad, hemos dicho hasta la saciedad que la microvisión del sistema de desarrollo del país, producto de la aplicación interesada y electorera de esta ley, es de «proyectos hormiga», es decir, proyectos ocurrentes, sin interrelación unos con otros y sin vinculación a un plan territorial. Y lo que es peor aún sin preinversión, es decir, sin estudio de factibilidad.
Por ejemplo, en la cuenca del lago de Atitlán, si en verdad quiere procederse al urgente proceso de rescate, los microproyectos propuestos no logran tener la comprensión de que la visión de cuenca y de grandes proyectos integrales es la única postura lógica para un lago al que le entran más de 50 piscinas olímpicas de material fecal diario, y que muere día con día.
Pero la culpa no es de la gente, sino de las visiones y posturas de múltiples intereses en juego, que no comprenden que la planificación territorial es la única alternativa viable para salvar no sólo Atitlán, sino la selva petenera, el Motagua y el Cuilco y el Seleguá, para no citar sino tan sólo algunos casos paradigmáticos.
Hemos insistido en las causas de la pésima infraestructura del país, que hoy hace eco con las angustias reportadas por la actual ministra de Comunicaciones, Infraestructura y Vivienda. Los ganadores de todo esto han sido las constructoras artesanales y su enjambre accionario de empresitas de cartón que hicieron su agosto desde que el exministro de Comunicaciones de Álvaro Arzú pulverizó la Dirección General de Caminos y otorgó patente de corso a los ingenieros que allí se formaron. Todo era parte de los intentos de desarmar el Estado, producto de la oleada neoliberal de los años noventa.
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Las soluciones están más que claras y van en consonancia con una nueva Segeplan, que ponga en marcha un plan de ordenamiento territorial de la infraestructura y la obra pública. De acuerdo con la Ley General de Planificación, el secretario general de Segeplan debe abrir las bases y criterios financieros del nuevo presupuesto para 2025, al cual debieran irse acoplando tanto el ministerio de la infraestructura, como los ministerios que ejecutan obra sectorial, como es el caso hoy de Educación y Salud. Además, el Sistema de consejos de desarrollo –SISCODE– con los gobernadores a la cabeza, debiera apegarse a obras más consistentes, incluso de carácter regional.
No es cierto eso que vociferan varios alcaldes que, como la obra se incorpora al presupuesto en un ritmo anual debe ser terminada ese año. Eso es completamente ilógico e irracional. El Gran París que admiramos hoy, la moderna Tokio o Shangai no se construyeron en un día. Las directrices generales de la planificación y el presupuesto bien dicen que todo ello debe enmarcarse en planes y presupuestos de mediano y largo alcance. Y así lo indica claramente la Ley Orgánica del Presupuesto.
El lago de Atitlán, el Motagua, los caminos rurales, las escuelas y otras prioridades deben encabezar la reforma. Además, urge plantear nuevas y estructurales reformas a la Ley de contrataciones –que me consta que las hay–, acatar la norma constitucional de legislar un Distrito Metropolitano, aprobar las propuestas técnicas ya planteadas para contar con un Código Tributario Municipal y también las de la Ley General de Arbitrios, que por allí está engavetada. Se necesita una entente de gobernadores para encabezar propuestas como las planteadas, lo demás sería seguir con el giammatteiato, como le hemos llamado en columnas anteriores.
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