La Iglesia Católica quiso aprovechar estas festividades y, en vez de combatirlas, las mezcló con el culto a San Juan Bautista, que se celebra el 23 de junio. Sin embargo, las viejas tradiciones sobrevivieron y se sincretizaron. En muchos lugares del mundo, la noche de San Juan se celebra encendiendo hogueras sobre las que los festejantes saltan siete veces —no más, no menos—, tras lo cual piden un deseo. También se acostumbra dejar ramos de siete hierbas especiales —no más, no menos—, entre ellas la yerbaluisa, el romero y otras. Estos ramos se dejan remojando al sereno de esa noche mágica, para luego lavar las manos y la cara a la mañana siguiente, garantizando así que el año que transcurrirá hasta el próximo San Juan será próspero y abundante. Todo ello, por supuesto, regado con abundante cerveza y otras bebidas, y mucho, mucho baile de todo tipo. Estas celebraciones pueden estar animadas por auténticas convicciones religiosas o espirituales, o simplemente por el deseo de seguir una tradición intensa y, literalmente, incendiaria.
Por motivos personales me encuentro en la península ibérica, y la noche de San Juan me pescó en la hermosa ciudad gallega de La Coruña, donde la gente se toma estas tradiciones muy, muy en serio. La playa urbana de Orzán-Riazor está a reventar de celebrantes que beben, bailan y han encendido un mar de hogueras que compite con el mar de siempre, que llega a besar la arena unos metros más allá, y sobre las que saltan una y otra vez sobre las llamas, o en el caso de las hogueras más pequeñas, sobre las brasas.
Los espíritus del solsticio seguramente ven con benevolencia estas prácticas porque nadie sale chamuscado, al menos durante el tiempo que estoy en la playa. Todos hablan muy en serio sobre los detalles precisos que hay que respetar en la realización de estos rituales y que deben cumplirse a rajatabla, —no más, no menos—.
En Guatemala tenemos la suerte de contar con un clima estable y templado, que se mantiene constante y alejado de extremos durante todo el año, salvo por sus variantes lluviosa y seca. O, al menos, así solía ser antes de que los abusos a los que hemos sometido al clima nos cobraran la factura con calores extremos, sequías e inundaciones desastrosas en los últimos años. No obstante, seguimos lejos de las drásticas variantes climáticas de las estaciones que se viven en países situados más al norte del hemisferio, y continuamos presumiendo obstinada, y algo ilusamente, de nuestra eterna primavera.
A mí me agradó profundamente la idea de tener una gran celebración justo a mitad del año, y no solo en Año Nuevo, esa que al mismo tiempo es celebración de inicio y final del año. Creo que nos serviría ilusionarnos y celebrar algo a mitad del trajín anual, en vez de luchar obstinadamente por nuestra sobrevivencia y contra los avatares naturales, políticos y criminales a los que los guatemaltecos comunes y corrientes se enfrentan cotidianamente con tanta valentía y, al mismo tiempo, con una sencillez casi inconsciente de su heroísmo. Una celebración en junio nos ayudaría a hacer un reseteo a medio camino y a volver a esperar cosas buenas de la vida, sin que la idea de un nuevo año tenga algo que ver.
En todo caso, hay muchos elementos en común entre las culturas del mundo. A nosotros también nos gusta prender hogueras, como lo demostramos cada 7 de diciembre cuando quemamos al diablo. Las siete hierbas de la noche de San Juan remiten invariablemente a los siete montes con los que la gente de diversas espiritualidades se hace limpias para alejar las malas energías y atraer la abundancia. Desear que la mitad restante del año sea benévola con nosotros es algo universal, en un planeta donde no faltan los desafíos.
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A pesar de las lecciones que el temible siglo veinte nos inculcó con sangre, hay un resurgimiento de las derechas a nivel mundial. Desde Milei, cortando derechos sociales duramente ganados con su motosierra en Argentina, hasta la ultraderecha fascista de Marine Le Pen, que obtuvo excelentes resultados en las últimas elecciones al Parlamento Europeo y que por primera vez en la historia de su partido amenaza con gobernar Francia, cubriendo con una piel de cordero moderado y conciliador sus colmillos de lobo racista y xenófobo, son muchos los fantasmas que recorren el mundo. Crisis bélicas y económicas, incertidumbre sobre el camino por tomar, amnesia sobre los valores que nos han llevado a considerarnos una sociedad verdaderamente civilizada y humana, los desafíos no faltan.
En Guatemala, a contrapelo de esta sombría realidad mundial, después de pasar una noche muy larga de corrupción e impunidad, estamos viviendo un intento de renacimiento que enfrenta muchos obstáculos. A pesar de las dimensiones del desafío y del desencanto e impaciencia de muchos, ya está dando frutos. Las comisiones de postulación para magistrados de la CSJ y de las cortes de apelación se están integrando con abogados íntegros y alejados de los mecanismos de transa y cooptación puestos a punto desde tiempos de Otto Pérez Molina. Los representantes del pacto de corruptos pierden pulsos y espacios, y eso siempre es una buena noticia. Las dimensiones del asalto al que ha sido sometido durante años el Estado de Guatemala son difíciles de calcular, y por lo mismo, es difícil para la gente aceptar que el gobierno no puede reparar una estructura tan ruinosa, dañada y expoliada en unos pocos meses. Los pasos que se están dando son los necesarios para volver a poner en su lugar un estado funcional.
Es importante tomar todo ello en cuenta, y por eso creo que no nos caería mal implementar una celebración a mitad del año, para volver a arrancar con esperanza renovada la lucha por sacar al país del atolladero. Puede ser por el solsticio de verano, por las vacaciones de medio año, por la razón que se nos ocurra. Yo, por mi parte, haría encantado una enorme hoguera con todas las estructuras corruptas y disfuncionales de nuestro Estado, y saltaría siete veces con toda alegría sobre las brasas aún calientes de sus restos humeantes, para desear con fuerza un país mejor, un país sano, un país de verdad. —No más, no menos—.
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