La posibilidad de que la agrupación política de tendencias fascistas llegara luego al poder en Francia disparó todas las alarmas, e hizo que el presidente Emmanuel Macron disolviera la Asamblea Nacional de Francia, algo a lo que tiene derecho dentro de sus atribuciones presidenciales. La movida, sin embargo, era arriesgada, ya que abría la posibilidad de que la RN, que había triunfado en los comicios para el parlamento europeo, se hiciera también con el control del parlamento francés. No obstante, ante ese peligro, todos los matices de la izquierda francesa se unieron en una amplia coalición, para evitar el triunfo de la ultraderecha, pero también la posible victoria de Macron y su propia coalición conservadora, Ensemble. En este movimiento, los diferentes partidos de izquierda realizaron sacrificios políticos para asegurarse la victoria, por ejemplo, retirar candidatos de los diversos partidos que formaban la coalición en determinados distritos, para asegurarse que hubiera un candidato único para cada escaño parlamentario por distrito, sin que la competencia entre los diferentes partidos de la coalición les robara votos entre sí.
La estrategia tuvo éxito, y luego de dos rondas de votación realizadas el 30 de junio y el 7 de julio, la coalición de izquierda, llamada Nuevo Frente Popular, se alzó con una insospechada victoria. Obtuvo 188 votos, frente a los 168 de la coalición macronista, y relegó a la agrupación de Le Pen a un tercer lugar con 143 votos. La amenaza de la llegada de la ultraderecha había sido conjurada, y Macron debía elegir un primer ministro que forzosamente debía provenir de las filas de la izquierda, ya que por esa tendencia política se había decantado el electorado. Así es como hace un poco más de dos semanas, Emmanuel Macron nombró a… un primer ministro conservador de centro derecha.
¿Cómo pudo suceder semejante cosa? El problema es que ninguno de los partidos ganadores obtuvo la mayoría absoluta de 289 diputados, lo que le hubiera permitido al ganador imponer a Macron un candidato de su elección, y este se negó rotundamente desde un principio a nombrar a un primer ministro de izquierda. Originalmente, su pretexto era que el candidato más fuerte a ocupar el cargo era Jean Luc Mélenchon, líder del partido La Francia Insumisa, considerado por muchos como un partido de izquierda radical situado en las antípodas exactas del partido ultraderechista de Le Pen. Mélenchon ya había dado un paso al frente y clamaba que la silla de primer ministro debía ser para él, dado que su partido había liderado la coalición ganadora, compuesta, además, por el Partido Comunista (PC) el Partido Socialista (PS) y el ecologista Los Verdes (LV). Sin embargo, al irse entrampando la situación, Mélenchon, quien lleva años buscando el poder, tuvo un gran gesto de hidalguía y se hizo a un lado para liberar el camino al nombramiento de primer ministro, dejando sin argumentos al presidente. Al final, en un consenso entre todos los partidos de izquierda, surgió el nombre de Lucie Castets, una funcionaria de alto nivel de la alcaldía de París.
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No hubo manera. En un hecho inédito, Macron se sentó en sus reales y afirmó que no había ningún partido con mayoría absoluta, mientras su propio partido proclamaba con mezquindad que las elecciones del 7 de julio «no las había ganado nadie». El presidente ya se había tomado una larguísima pausa para anunciar su decisión, pretextando los Juegos Olímpicos realizados en julio de este año en París, y al final, luego de un interminable estira y afloja con los partidos ganadores, el pasado 5 de septiembre nombró a Michel Barnier, un político conservador de centro-derecha, famoso por haber sido el negociador que logró llevar a buen término la salida del Reino Unido de la Unión Europea, el llamado Brexit.
Ante el estupor de la izquierda, Barnier procedió a reunir a un gabinete de ministros a la medida de Macron y, de hecho, presentó a uno de los gobiernos más conservadores de los que se tiene noticia en la historia reciente de Francia. El nuevo ministro del interior Bruno Retaillau se opone al matrimonio igualitario y ha realizado comentarios peyorativos sobre el otorgamiento de la nacionalidad francesa a inmigrantes. Este y otros nombramientos similarmente radicales son vistos por analistas como un intento de Macron de congraciarse con el FN de Le Pen, lo que podría desestabilizar al nuevo gabinete. Una locura si se toma en cuenta la magnitud de la movilización que se dio en todo el país para las rondas electorales de junio y julio, precisamente, para evitar que el partido lepenista y sus ideas homófobas y xenófobas tuviera injerencia en el gobierno.
Lo sucedido en Francia es un hecho realmente preocupante. Este tipo de hechos nos remite a la idea de regímenes dictatoriales, más que a la de una democracia participativa que se presume sólida y establecida. Se movilizan los mecanismos institucionales para convocar a elecciones, el pueblo elige una opción política determinada —el presidente del país decide pasarse la elección por el arco del triunfo— y nombra a un gabinete de su exclusiva preferencia política. Si nos vamos más al extremo de esta situación, nos podemos topar con los golpes de estado históricos perpetrados por individuos como Augusto Pinochet o Francisco Franco, quienes se sublevaron a la cabeza de facciones del ejército de sus países porque no les gustaba la opción política que la gente había elegido en las urnas. Aunque alguien dirá que el ejemplo puede ser exagerado, pero en política no existen las exageraciones, y la historia nos muestra que hay para todo.
Ciertamente, la arrogancia de Macron y los oídos sordos que ha prestado a la voz de sus ciudadanos no ha ayudado a resolver la crisis política iniciada en junio con el triunfo de RN en las elecciones europeas. Está por verse si el recién estrenado primer ministro Barnier va a poder gobernar tranquilamente, con la clara oposición de la mayoría de fuerzas de la Asamblea Nacional, que podría bloquear su gabinete e inclusive, en un caso extremo, exigir y propiciar la renuncia del propio Macron.
Todo esto, que parece tan lejano a nosotros, viene a cuento para recordarnos lo importante que es exigir siempre que los gobernantes escuchen la voz del pueblo. En Guatemala estuvimos a punto de que nos birlaran las elecciones de 2023, y solo a costa de grandes esfuerzos se logró garantizar la asunción al poder de los que habían sido ungidos por el voto popular. Queda ahora la tarea de seguir luchando para que los gobernantes honren sus promesas y los objetivos que han declarado públicamente, con el fin de llevar al país hacia un mejor destino. De lo contrario, deberán enfrentar en las próximas elecciones el costo de su falta de coherencia, tal como les ha sucedido a todos los partidos que han gobernado Guatemala desde el regreso a la democracia.
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