Al igual que las expositoras de Pertenencias, convocadas por la artista Ana Lucía Galicia, también tengo la memoria mediada y poblada por objetos. Imagino que todos, como describe Proust en En busca del tiempo perdido, han experimentado esa epifanía memorística: recordar recuerdos olvidados a través del contacto de nuestros sentidos con algo. Por ejemplo, los libros que nos transportan a los lugares donde los leímos y nos evocan a las personas que nos los recomendaron. Por eso, cuando me distraigo en mi propia librería, más que revisar lecturas pendientes, me encuentro viendo rostros en lugar de portadas. Un museo de la memoria. Quizá esto se parezca a lo que Ana Lucía pretende cuando dice «cuidar el pasado», porque la escenificación de Pertenencias es una relación de la memoria con los objetos, la manera en la que estos se convierten en depositarios de ausencias.
Cuidarlo consiste en diferir su olvido, a veces obliterando el recuerdo (otra manera de olvidarlo) en algo más, darle permanencia. Por eso conservo cartas y fotos en libros, las introduzco entre sus páginas, porque quiero relacionar a las personas con esos objetos, y deseo que algún día me sorprendan si llego a olvidarlo. Es una lucha inútil contra lo inevitable, agravada porque ahora que me voy, sé que irse no solo es encontrarse con la novedad de lo que espera, sino también enfrentarse al más cruento anonimato, al olvido que todo lo barre, el entierro de muchos idiomas privados.
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Más que libros, elegía recuerdos y ecos de personas mientras hacía las maletas. Quería llevármelos todos, sin embargo, no era posible. Cuando dejé tantos atrás, noté que la palabra ausencia adquiría otra hondura. Supe entonces que el riesgo ya no era el olvido que seremos sino el que siempre fuimos y habíamos olvidado. Entonces acepté que no hay preparación, ni para dejar atrás lo que no se queda atrás ni para recibir lo inesperado. Acepté que no hay «instrucciones para cuidar el pasado», pues es el tipo de cosas que quizá ni se puedan enseñar. Porque partir no es precisamente irse, o no es solamente eso, sino también partirse en muchísimas partes, fragmentarse en pedazos que distribuyes entre las personas que no sabes dejar de querer mientras aumentas el espacio que los separa.
A lo mejor parezca exagerado, pero es una sensación de vértigo la que me embarga cada que aprieto una mano. El apretón me sacude el cuerpo como diciendo, esta quizás sea la última vez. Porque si la vida en general dura dos días, en Guatemala la muerte trabaja horas extra. Veo las manchas que cubren las manos de mis padres mientras me vuelven a pedir que les repita porque no escucharon y no puedo evitar pensar en lo inevitable. Entonces intento guardar sus rostros en la memoria –y decido cómo guardarlos, al estilo Memento– porque ahora sé que partir no es precisamente irse, sino saber que a la vuelta quizás muchos no estén.
Y entonces extraño el fervor de ese adolescente que fui, el que ansiaba irse porque pensaba que la vida estaba allá fuera y pensaba que volver sería fácil porque aquí nada cambiaba: los amores esperaban en el muelle de San Blás, los papás tenían la eternidad por delante y la amistad era para siempre. Sin embargo, me tomó cinco años volver, casi la mitad del tiempo que Ulises necesitó para culminar su regreso a Ítaca. Solo supe que había vuelto cuando me deshice de ese colchón al ras del suelo, en el que dormí durante años, preparado para fugarme otra vez. Ahora sé que partir no es solamente irse, sino aceptar que todo lo demás continuará en tu ausencia.
Partir no es solamente irse, sino también volver a empezar, establecer un nuevo punto de partida y aprovechar una oportunidad para aprender y contribuir a la construcción de otros futuros posibles. Un futuro en el que partir no signifique escapar, como ocurre con muchos guatemaltecos que desean irse del país, ya sea porque no encuentran oportunidades o porque, sin opciones, huyen de la violencia, la pobreza y la miseria que les rodea. Parten hacia un camino incierto, lleno de peligros, llevando una identidad fragmentada y con sus familias partidas y separadas, expulsados por la voracidad y negligencia de unos pocos. Por eso, creo que partir, para quienes no escapamos o no lo hacemos del todo, implica la responsabilidad de transformar este terruño, para que la palabra partir deje de significar dolor e injusticia.
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