Escribo esto con claras contradicciones, porque sé que en muchos de los espacios en los que he estado, ser joven ha sido el principal motivo para ser invitado. Sin embargo, no sé si quiero que sea la principal motivación por la que se me convoque. No porque nuestra manera de comprender el mundo no aporte, sino porque en algunos espacios basta con nuestra presencia para validar agendas. Y por eso escribo esto, porque creo que nos prestamos a ese juego cuando abanderamos ese discurso que nos coloca en el centro de la vulnerabilidad por nuestra condición de edad.
Tampoco creo que sea la edad lo que nos une, lo que nos convoca a organizarnos o lo que nos mueve a la lucha. Decir que somos un movimiento juvenil simplifica y reduce, como si la juventud fuera un marco homogéneo, cuando en realidad está atravesada por otras identidades y causas como el género, el territorio, la clase o la etnia.
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Además, este discurso de lo juvenil, en lugar de fortalecer nuestra incidencia, nos encasilla y nos hace validar la tokenización o instrumentalización de nuestra presencia. Como si nuestra participación fuera un derecho ganado por nuestra edad y no por nuestras ideas, por las apuestas políticas que sostenemos o por las acciones que llevamos a cabo. En muchos espacios, se nos da un lugar en la mesa solo para cumplir con la cuota de juventud, pero sin darnos el peso ni la escucha real que nuestras propuestas merecen. No se trata de negar nuestra edad ni las experiencias que trae consigo, sino de descentralizarla como el eje articulador de nuestras luchas.
Los movimientos liderados por jóvenes han tenido un papel clave en la historia de Latinoamérica, especialmente desde los espacios estudiantiles, como en México en el 68, la revolución pingüina en Chile o el rol de les estudiantes en la historia misma de Guatemala. Sin embargo, estos procesos siempre han estado entrelazados con otras luchas, como los movimientos campesinos, feministas, indígenas y sindicales. Pensar que lo juvenil es un factor aislado nos priva de memoria y nos limita en la construcción de apuestas políticas más amplias.
La cuestión no es pedir un lugar en la mesa de los grandes solo porque lo merecemos, ni crear una mesa aparte como fiesta infantil. La apuesta es que podamos sentarnos todes y poner las ideas en común, comprendiendo nuestras luchas no solo desde la juventud, sino desde todo lo que nos atraviesa, como la falta de transporte público, la ausencia de educación pública, la violencia a identidades trans o la precariedad laboral. Eso es lo que le da sentido a nuestra articulación, porque nuestras apuestas se cruzan en todo momento. Y la construcción va hacia el mismo lugar, a que, independiente de las edades o las identidades, podamos vivir dignamente.
No se trata de negar que la juventud tiene un papel importante, sino de reconocer que nuestras apuestas no radican en la edad, sino en las ideas y en nuestra capacidad de consolidar esfuerzos de lucha. No somos un apéndice de los movimientos sociales, somos parte de ellos. Definitivamente, considero que la energía debe ir en esa línea, en seguir comprendiendo y construyendo movimiento, en buscar horizontes comunes y no en alimentar narrativas que nos sectorizan y terminan opacando esas mismas apuestas compartidas.
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