Una de las principales obligaciones que se deriva de la ratificación de la Convención contra la Tortura, así como de la Convención Interamericana, es que la tortura sea considerada un delito en cada Estado parte. Guatemala cumplió con ello en 1995, pero la tipificación del delito obvió muchas formas de comisión. Tal es el caso que el Comité contra la Tortura viene promoviendo, desde esa época, que en Guatemala se reforme el delito e incluya los elementos que debe contener. En 2012, la Corte de Constitucionalidad, en el expediente 1822-2011, exhorta al Congreso de la República a que reforme dicho delito y a que lo integre en su acción, método y finalidad conforme los estándares internacionales.
Cualquier persona que busca un fundamento constitucional sobre prohibición de la tortura suele irse inmediatamente al artículo 19, inciso a, de la Constitución Política de la República. Y, sí, es allí donde se prohíbe dicha acción en el ámbito de la privación de libertad como pena estatal. Pero la persona también debe leer los artículos 2 y 4, donde se protegen la integridad y la dignidad. La tortura, por tanto, no sucede solamente en el ámbito de la detención judicial.
La tortura debe ser prevenida. Su comisión es un acto que atenta contra la integridad de la persona, que desintegra a esta en su ser, en su dignidad. En Guatemala, a las personas torturadas durante el conflicto armado interno se les ha dado poca o nula atención. Y es que para una víctima es difícil presentarse públicamente como una persona que ha sido torturada, pues la desintegración de su dignidad la retrae de los ámbitos públicos. En la actualidad, solamente un caso se ha registrado en el sistema judicial guatemalteco. Sin embargo, esto es signo no de que no haya torturas, sino de deficiencias en la investigación criminal, de problemas de tipificación en el Código Penal y de la invisibilización de las víctimas. Hemos de suponer que las denuncias presentadas por las niñas del Hogar Seguro Virgen de la Asunción no fueron investigadas como torturas, sino como abuso de autoridad, de modo que se atenúa la pena, se disminuye la responsabilidad y, de nuevo, se invisibiliza la existencia de aquel delito.
El argumento político de que las niñas eran procesadas penalmente, de que eran adolescentes en conflicto con la ley penal, jamás podrá ser considerado un atenuante a lo que sucedió ni será nunca justificación para dejar de tipificarlo como tortura. Debo arriesgarme acá a decir que la persona que haya tenido la llave de la puerta del salón también puede ser procesada por tortura. Socialmente, hemos de entender que la pena tiene como fin no solo la reinserción y la reeducación de la persona, sino también evitar venganzas privadas y penas arbitrarias o ilegales.
Finalizo recordando que la violencia sexual también es una forma de tortura y que hoy miles de niñas, niños y adolescentes se encuentran sometidos a diferentes formas de esta violencia sin una salida a su situación, sin un Estado que los proteja, atienda y asista.
Lamento no ver ningún pronunciamiento de las autoridades sobre el tema de prevención y sanción el 26 de junio. El día pasó desapercibido, pero sin duda es un día para recordar que somos iguales en dignidad.
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