Recuerdo que en la biblioteca de mi casa había una caja de cartón rotulada con marcador rojo que tenía escrita, con letra de carta, la palabra «Iglecia». El atrevimiento de escribir con tinta roja me parecía enfadoso, no cuantimás esa ce escrita con letra caligráfica. Cada que hacía tareas que requerían de mucha concentración solía ir al estudio para evitar distracciones. Era ese el momento en el que la ce mal escrita parecía tener un anzuelo para mi vista.
Las correcciones idiomáticas dictadas por la Real Academia Española fueron motivo de afición para mí desde muy pequeña. Hablar con propiedad fue la antepuerta para, más adelante, sentir apuro por la escritura correcta. A pesar de ello, nunca sobresalí en ortografía. Son pocas las reglas que memoricé. Más bien me parece que mi ortografía mejoró a consecuencia de mi memoria fotográfica al momento de leer. La escritura inclusiva me parecía una falta innecesaria a un idioma por demás hermoso y de abundante léxico.
El género neutro era bastante para mí hasta que, viviendo en comunidades rurales, noté que existían muchas y marcadas diferencias entre las oportunidades que se les reconoce a las niñas y las que tienen —por derecho— los niños. Aunque a usted le puedan parecer prácticas del siglo pasado, las mujeres en el área rural carecen de derechos tales como administrar una herencia familiar, decidir sobre la planificación familiar, portar su propio documento de identificación, entrar a edificios públicos solas, sin compañía del marido, y otras aberraciones que a los citadinos nos pueden parecer poco creíbles.
La diferencia de género las vuelve vulnerables a desventajas, malos tratos, injusticias, uso y abuso sexual, violencia doméstica, cosificación, y hasta las expone a la pérdida de su propia vida. Lo mismo sucede con las personas que deciden amar a personas de su mismo sexo. No voy a entrar en la polémica de la dicotomía que sitúa a los seres humanos únicamente en dos géneros. Supongamos que es así. Presumiendo también que ser homosexual es decisión personal, aseguro que conozco dentro de círculos muy cercanos a decenas de personas que viven esta condición que nuestra sociedad condena sin piedad.
[frasepzp1]
La homofobia es frecuente en nuestra cultura. También cuento a cientos de personas de círculos cercanos al mío que son homofóbicas. En comunidades rurales, esta condición de odio contra sujetos que deciden sostener una relación sentimental con otros de su mismo sexo —aunque sea a escondidas— les hace creerse con el derecho de quitarles la vida, muchas veces de manera cruel. La vida que las personas homosexuales tienen que enfrentar en comunidades lejanas a la ciudad es tan ruda que muchas veces la decisión de quitarse la vida ante el rechazo es una solución menos dolorosa.
Desde esta perspectiva, decidí hacer un espacio en mi estilo para el lenguaje inclusivo. Sí, ese mismo estilo que me chocaba y que durante años me pareció incorrecto. Lo hago por decisión propia. Creo en la corrección del trato humano de las minorías que son invisibilizadas por reglas de corrección gramatical dictadas por una organización extranjera que ni pertenece ni corresponde a nuestra cultura, fundada por hombres privilegiados hace más de 300 años. Total, la academia fue fundada por hombres para «fijar las voces y vocablos de la lengua castellana en su mayor propiedad, elegancia y pureza» y «al servicio del honor de la nación», es decir, de uno de los países con mayor discriminación en el mundo y que acepta como correctas palabras como almóndiga y setiembre.
Amé a un homosexual que murió por sobredosis de drogas al no poder amar libremente. Amo a otra que sufre y llora por el rechazo de sus padres, por el miedo a que expresar su amor le pueda cobrar la vida. Amo a mujeres y niñas ninguneadas cotidianamente por las mismas personas que las aman.
Romper las reglas de la RAE me parece un acto de resistencia y de visibilización de minorías que también sienten.
Sea, pues, para ellos y ellas esta columna un día antes de la marcha del orgullo LGBT.
Más de este autor