Una persona a quien respeto mucho me dijo que los problemas actuales del Estado moderno se originan en la multiculturalidad. Según ella, la convivencia social resulta mucho más sencilla cuando el pegamento de la identidad nacional se sostiene sobre elementos étnicos, religiosos o lingüísticos compartidos. Extrañado, le aconsejé que verificara sus equívocas nostalgias en los libros de historia, pero pensé que sobre esto ya se ha escrito y hablado hasta el cansancio y que ella lo sabe muy bien. El progreso nunca está asegurado, ni aun conociendo la historia, lo cual es prueba de que la llamada que hace la tribu, como diría Vargas Llosa, es muy poderosa y natural para el ser humano. Lo que nos queda es insistir en narrar el relato de la diversidad mostrando que la convivencia entre los distintos no solo es posible y deseable en sociedades civilizadas, sino también inevitable e impostergable.
Por primera vez tuve la oportunidad de viajar a la Roma moderna, Nueva York, hasta ahora uno de los lugares más extraordinarios que he visitado, sobre todo porque su diversidad de seres deambula y se muestra sin caretas en sus calles, lo que a su vez la convierte en un lugar harto complejo. Fui por trabajo a visitar universidades de los alrededores. Todas las instituciones visitadas reafirmaron su compromiso con la constitución de una comunidad diversa y nos mostraron sus frutos. Todos los estudiantes que conocí, de muchos rincones del mundo, provenientes de distintos contextos y realidades socioculturales, eran extraordinarios. Cada uno, con historias únicas en su mochila, era prueba viviente de los beneficios que resultan de la convivencia entre los distintos en un mundo globalizado. Solo ciudadanos globales podrán hacerles frente a los retos transnacionales, pensé. Observé con alegría un firme compromiso por parte de las instituciones que implica un enorme costo de miles de dólares. Entre lo más sorprendente fue el hecho de que algunas incluso tengan becados a algún refugiado sirio. Sin embargo, como es de esperarse, no todo es color de rosa, pues la variedad entraña enormes retos, que no por ello deben ser obviados. Por ejemplo, fue muy ilustrativo el testimonio de una brillante alumna de Suiza que relató que, al llegar a Estados Unidos para iniciar sus estudios, se dio cuenta de que era negra y de lo que ello implicaba en su contexto actual.
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Mi visita a Nueva York coincidió con la marcha del orgullo y con la conmemoración de los 50 años del levantamiento de Stonewall, que nos recuerda que la deuda social no es únicamente con grupos históricamente rechazados por razones étnicas, sino también con aquellos que han sido marginados por su orientación sexual. Ese mismo día visité el Museo de Brooklyn y su Centro de Arte Feminista —otro movimiento urgente y necesario que ya cuenta con significativos avances—, donde por las fechas se conmemoraban las reivindicaciones de la comunidad LGBTIQ. Entre todo el material pedagógico y artístico encontré uno muy útil titulado Guía para aliados heterosexuales, que nos insta a educarnos sobre estos temas para poder abordarlos con propiedad. Es nuestro deber contar la historia de la diversidad para entender que lo que nos une es mucho más que lo que nos separa o, justamente, que lo que nos une es que somos distintos.
En Guatemala estamos todavía en el abecé de la inclusión. Es fundamental que seamos plataforma de historias que pasan desapercibidas, de injusticias que se mantienen ocultas, de exclusiones que no se ven porque forman parte de un esquema inmoral y normalizado. Por eso felicito a quienes se ponen del lado de la víctima, a quienes se atreven a ver las cosas de distinto modo y asumen el reto histórico de construir una nueva narrativa en la que todos quepamos y nadie quede fuera a pesar de lo difícil que eso pueda parecer. Por eso es importante recordarles a estas nuevas voces que no deben venir con aires autoritarios, que dejen a un lado la imposición, los aires vengativos, porque todo ello termina siendo una nueva narrativa excluyente. Ese camino ya está recorrido y no trae nada bueno.
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