Es un propósito totalmente egoísta, lo sé. Pero, al final de cuentas, ¿qué acción no lo es?
En mi sueño, estamos en una especie de jardín del edén, pero con ropa. Al menos nosotros tenemos ropa. Las mujeres que deambulan por el lugar -aquí, decir mujeres es un eufemismo… son chicas que tienen días de haber dejado la adolescencia- van desnudas.
Tienen una estética de las películas eróticas europeas de los 80′s: mucho pelo en todas partes y nada de implantes. Van por allí con flores en el pelo y unas sonrisas que me hacen sospechar que están bajo el efecto de alguna droga. Además, para que la ambientación sea completa, veo todo a través de uno de esos filtros que difuminan un poco la imagen.
Pero divago, de vuelta al punto. Mi amigo (ex amigo) está muerto. Lo sé porque en el sueño yo sé que estoy muerto, no me pregunten por qué lo sé. Es de esas convicciones que se tienen en los sueños. Y, si yo estoy muerto y nos podemos hablar y comunicar, quiere decir que él también debe estar muerto. Además, no jodan, ninfas y visión difuminada… esto tiene que ser el paraíso.
Pero además, su camisa tiene varios agujeros por donde entraron las balas. Se nota que lo acribillaron. La camisa está limpia, no hay rastros de sangre, y todo apunta a que la ha lavado concienzudamente y que la camisa ya había visto mejores días antes de ser perforada por los balazos.
En todo caso se ve que en esta modalidad del paraíso no abunda la ropa. Si no, que le pregunten a las ninfas. Y él, pues tiene ropa limpia pero aún con los agujeros.
Yo no alcanzo a ver si tengo agujeros en la ropa. No sé de qué habré muerto, pero estoy seguro de que no me cuento entre los vivos. Y le veo charlando, chanzando con algunas ninfas, pero me da mucha pena acercarme a hablarle y comenzar una conversación con él porque no tuve oportunidad de arreglar las cosas mientras vivíamos.
Y así estuve un buen rato, evaluando la posibilidad de acercarme y hablar con él. Durante lo que parecieron ser horas estuve viéndole, contemplando a las ninfas que reían despreocupadas con las idioteces que seguramente les estaba contando.
Normalmente, el sueño no debería inquietarme. Un sueño es un sueño es un sueño. Pero ambos -él muchísimo más que yo- nos movemos por lugares donde puede desatarse una balacera en el momento menos oportuno -que es cuando uno anda por allí, claro- y, pues claro, siempre es mejor hacer las paces en vida. A juzgar por el sueño, cuesta más pedir perdón ya muertos.
Aún recuerdo cuando para mí los lugares exóticos eran eso, exóticos. No había riesgo de aparecer decapitado en Guatemala, acribillado en medio oriente o enterrado en cal en el norte de México. Supongo que era la visión inocente del niño-adolescente y que el mundo siempre ha sido un lugar brutal y peligroso, salvo por algunas pequeños remansos de ley y orden.
Recuerdo que hace ya más años de los que me atrevo a confesar, mi papá (otro con el que debería de hacer las paces antes que muramos) me llevó en Alicante a oír una conferencia que ofrecía un viajero -al menos, recuerdo, ese era el pretexto con el cual se había congregado la gente en un viejo teatro del centro- que venía de andar por oriente medio, u oriente próximo como le llaman en España.
En mi imaginación me gusta pensar que era Pérez Reverte, aunque seguro era un simple mochilero, antecesor de los perroflautas españoles que hoy pueblan el tercermundo en busca del exotismo extinto con la globalización.
Era, entonces, una época en la que alguien que viajaba podía reunir gente en un teatro para contar sus experiencias.
Había estado, si mal no recuerdo aunque los recuerdos de la niñez tienen la calidad del sueño, en Irán o Irak, antes de la guerra. No la guerra del terror sino la guerra de Irak-Irán, que fue antes y también fue de terror. ¿O sería el norte de África?
El punto es que dijo el viajero, en un invierno (por eso supongo que no sería el norte de Africa), estando en una embajada española haciendo unos trámites, se presentó otro español, un viajero primigenio, un viejo cuyas posesiones se limitaban a su ropa y un abrigo, si cabe, aún más viejo que él.
Era una época en la que se fumaba en las embajadas. Y en los aviones. Y el funcionario diplomático sacó un paquete de Ducados y al viejo se le iluminaron los ojos. No hizo falta que los pidiera, el diplomático le ofreció un tabaco. Fue tal la dicha del viejo, que el funcionario le ofreció todo el paquete abierto y uno más que tenía en la gaveta del escritorio.
-Gracias, pero no. Todo pesa, dijo el viejo.
Por fin, después de mucho intentar convencerle, lograron que el hombre aceptara un cigarro, que se colocó detrás de la oreja antes de salir a la calle y perderse en la ventisca.
Y tiene razón, todo pesa. Cuando uno viaja, se da cuenta que cada cosa que llevamos tendremos que cargarla durante todo el viaje y allí las onzas comienzan a sumar. Y, luego, más viejos nos damos cuenta que también los rencores pesan.
Por eso quería disculparme con el (ex) amigo, para liberarme de un rencor y tener fuerzas para cargar a cuestas otros rencores más preciosos, más cercanos a mis fantasmas internos.
Pero, al parecer él lo sabe y no me quiere dar el gusto de estar en paz. He tratado de hacerlo, pero me ignora.
“Lo intentaste”, dirán algunos y eso sirve ahora, para la conciencia. Pero aún queda el después.
Esa posteridad en la que puede que nos encontremos donde las ninfas. Ojalá sea donde las ninfas. Estoy seguro que en infierno será aún más incómodo.
In the five minutes when my broadcast got pre-empted,
I saw you touch down. You were no longer dead.
I was happy to see ya. I had lots of questions.
And I put my hand to the wound in your head.
Ah, the blood!
All of that blood!
All of that warm blood flowing freely from you.
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