Nido para todos
Han llegado al malecón, de anchas y chatas paredes y de monótono concreto, que marca la frontera entre la tierra y la margen del río que abraza el costado de la ciudad. Ahí, en las fisuras que el caudaloso afluente le ha hecho con sus líquidas dentelladas al muro, se las han ingeniado para construir nidos improvisados con retazos de telas descoloridas, algas secas, plumas inservibles para el vuelo, ramitas de árboles y envoltorios dejados en el suelo. Son refugiados procedentes de los parques, de los jardines del rey y de las suntuosas iglesias, donde las personas y los turistas se detienen para contemplar a los pájaros y darles de comer, pero donde las aves más corpulentas han impuesto una sola regla: la supremacía del más fuerte. Huyen también de la honda cruel del que disfruta matándoles o mutilándoles las alas o dejándoles tuertos o cojos.
El yugo es yugo sin importar quien lo imponga o por qué motivo, y siempre será una atadura horrenda para cualquier alma. Los pájaros fuertes, comúnmente son también jóvenes y ostentan los plumajes más hermosos y los gorjeos más profusos de la bandada. Ellos, en los sitios repletos de turistas que los atiborran de alimentos, han olvidado el altruismo y la cooperación para el trabajo como valores básicos para la adaptación continua de las especies. Satisfacer su recién conocido gusto por la gula, es el premio por dejarse contemplar y fotografiar. Pero este apetito desordenado y sin límites, no solo los ha convertido en marionetas ―sacrificando su propia libertad a costa de cumplir un deseo carnal―, también les ha transformado en seres con una desenfrenada y cruel codicia que les da fuerzas para ahuyentar a otros posibles competidores. De ahí que se empeñen por acabar con los viejos y las pequeñas crías de otros.
En alguna medida, por eso huyeron las aves que ahora habitan el malecón. Pero estos pájaros, hoy refugiados entre paredes enmohecidas y alejados del seno tibio de los árboles, también huyeron porque vieron morir a sus parientes bajo el asedio de las piedras que se abalanzaban sobre ellos, sin importar si eran pichones dando sus primeros vuelos, jóvenes prometedores que cruzarían los mares para traer hojas de olivo o tréboles de cuatro hojas, hembras de picos brillantes y alas tibias que trazaban rutas diferentes y novedosas para conseguir alimentos, o viejos con entretenidos y aleccionadores relatos sobre tormentas doblegadas y caminos recorridos.

Para los pájaros del malecón, aún ahora que lo piensan, alejados de esa realidad cotidiana en la que la seguridad del alimento siempre fue una alegría incompleta, profanada por el constante temor a una muerte arbitraria ―los pájaros, contrario a muchos hombres y mujeres, no le temen a la vida, solo a la muerte―, este holocausto no tiene explicación ni justificación alguna: no eran muertes esperadas, no eran parte de un designio divino, no eran, para ellos, justas ni necesarias. Los pájaros del malecón, sobrevivientes de estos combates, víctimas inocentes y desarmadas, comprenden que en esta frontera entre el río y la tierra, las reglas son distintas. Quizá porque todos vienen huyendo del atropello y tienen alguna cicatriz, física o espiritual, han refundado una comunidad en donde se reparan colectivamente las lastimaduras y se busca, aunque duramente, la comida y el techo para compartirlo entre todos. En esta sociedad se admiten tullidos, marchitos, enfermos, cansados, proscritos de cualquier punto cardinal, ciegos, mudos y demás despojos de la sociedad perfecta.
En este espacio, los más viejos y las madres que han quedado instruyen a los pichones huérfanos para que reconozcan el levante y el poniente, los alimentos que se pueden picotear sin sufrir represalias, los retazos de tela, papel o madera con los que se puede fundar un nido, el sonido que puede tener una piedra cuando es lanzada hacia ellos y rasga el aire, y a reconocer el olor de los hombres-bestia que les han hecho daño, entre ellos el cartero de la zona, Arturo, que en sus días de guardián de los jardines del rey, asesinó a cientos de pájaros que inocentemente llegaban a embriagarse de aquel paraíso prohibido para las aves.
También les instruyen sobre la forma de extender las alas para invocar la libertad. Esta materia es la que más les gusta a todos, a los aprendices y a los maestros. Desplegar las alas y lanzarse a conquistar las alturas sobre la inmensidad añil y dulzona del río, único espacio en el que nada ni nadie les ha impuesto maldicientes fronteras, les da una sensación de inmensa paz y eternidad. Quedarse a solas, con el cielo, el sol y el agua, y sentir la suave mano del aire que les acaricia íntimamente el rostro; saber sus alas invencibles, indoblegables, aún frente a los más raudos vientos, les da la sensación de eternidad que seguro persiguió el primer pájaro que alzó el vuelo sobre la faz de la tierra.
Las horas de la tarde son las más divertidas para lanzarse a conquistar el espacio, pues el sol ya no quema, el cielo comienza a tornarse cobrizo, y además es justo el tiempo en el que la gente camina por el malecón buscando el hogar. Todos los pájaros saltan al espacio, salvo los que están lisiados, que se quedan ―resignados― caminando y picoteando entre las rocas que se van enquistando en las orillas del río y hasta donde los hombres no llegan más que ocasionalmente en los días calurosos, cuando buscan apagar el calor en los brazos del río. Los pájaros del grupo de los voladores empedernidos ensanchan el pecho, respiran hondo y largan el vuelo para observar desde lo alto la ciudad que, ante sus ojos, no es más que una colección de diminutas cajas ―como de cartón― de colores grisáceos, que guardan el hálito de una vela y por donde salen hebras de humo gris que bailan en el cielo abrazadas al olor del pan recién horneado y las lentejas. Entre las diminutas casas, las calles parecen serpientes ondulantes que se deslizan buscando el delta del río. El agua servida que se transporta en medio de las calles parece, desde arriba, el camino abrillantado que pudieron dejar marcado gigantescos caracoles de jardín. Desde el aire, solo los jardines del rey no pierden su majestuoso glamour ni la percepción de grandeza. Es más, desde lo alto, se aprecian mejor las combinaciones de colores de las infinitas flores que lo pueblan y el manto verde esponjoso que cubre su suelo. Tampoco se observan los hombres que vigilan esta extensión guardada para el regocijo de otros hombres y la atracción fatal de los pájaros. La catedral que tiene capacidad para albergar a 55,000 adoradores, es la otra edificación que no se difumina en las alturas. Por el contrario, el tono rojizo de su amplia plaza se hace más intenso y las tres enormes cúpulas, vestidas con luces verdes, parecen volcanes con erupciones de esmeraldas. Los límites de la ciudad los marcan macizas y verduscas montañas, cada día más pálidas por la pérdida cotidiana de fauna y flora y por la falta de lluvia. Entre estas montañas, surge impetuoso el río que, aunque reducido por el verano, baja con prisa frenética, a tropel, llevándose entre las patas todo lo que encuentra a su paso, sin advertir árboles frutales o nidos nuevos con pichones o piedras milenarias, sin comprender nada más que su propia y pretenciosa existencia, cuyo último fin es fundirse con otros ríos para alimentar el inconmensurable apetito del mar.
Los otros pájaros, los que se quedan deambulando entre las rocas del malecón, aún bajo el mismo cielo de crecientes naranjas y cada vez más tenues celestes, tienen frente a sí un espectáculo completamente distinto. Por un lado, pueden ver con nitidez cómo el sol, al caer la tarde, penetra el río y con sus áureos rayos le colorea el agua de un tono que va pasando de plata a carmesí. Más tarde, cuando el sol consuma todo su fuego, las cenizas de los rayos terminarán de teñir el espíritu del río con azules tostados y obscurecidos verdes. Cuando el cuerpo acuífero que es el río haya quedado vestido de negro, aparecerán en el cielo millones de estrellas que, ante los ojos ―siempre embelesados― de estas aves, parecen luciérnagas suspendidas entre las ramas de un árbol ciclópeo. También pueden observar cómo las nubes que les tapan el cielo van cambiando de forma mientras caminan siguiendo al viento. Algunas nubes, la gran mayoría, les parecen como migajas de pan de trigo, otra una rama de cedro y la más lejana se les hace igual a un astuto halcón cayendo en picada. Los pájaros más jóvenes, que no pueden volar, brincan intentado alcanzar esos acolchonados algodones, mientras los más viejos disfrutan detenerse a comprender los sonidos que vienen de todas partes. Los más atrevidos se ponen a chapotear en las partes menos profundas de las orillas. Beben el agua que corre lentamente por los ramales más tímidos y picotean el suelo buscando caracoles para la cena. Otros, los que llaman suicidas, caminan entre las personas recogiendo lo que estas dejan caer al suelo: migas de pan, manías, semillas de naranja o goma de mascar. Todo lo recogen y lo llevan al improvisado almacén ―un boquete abierto del lado del malecón que da hacia las márgenes del río―, en donde se amontan las provisiones para la cena. Más de alguno de estos pájaros ha terminado aplastado por la muchedumbre o mordisqueado por algún perro callejero con ínfulas de cazador. En todo caso, los pájaros suicidas son un reducido grupo que ha perdido el gusto por la vida sin vuelo. En el fondo, el advertido peligro que enfrentan al acercarse tanto al mundo humano tiene el sentido que guarda en todo ser valiente y herido la búsqueda de un final heroico ―antes de un deslucido punto y final por frío, hambre, vejez o enfermedad―, que le permita ser actor de una última historia de sacrificio y grandeza.
Conforme el sol se va ocultando, uno a uno, regresan al malecón que ha quedado desierto de personas. Sobre el centro del círculo que van formando, todos ponen los frutos de su faena: esta noche la cena consistirá en veinte caracoles y dos camarones que se durmieron, trocitos de pan, nueces, semillas de girasol y manías, muchos gusanos atrapados en las afueras de los jardines del rey y otros insectos apetitosos para el paladar aviario. El colibrí que ya no vuela, para poder sobrevivir, ha perdido la cultura de alimentarse únicamente de néctares, mientras la insectívora golondrina, aunque con muecas ha probado entre las hormigas, un poco de caracol. El ave más vieja, una paloma tuerta de plumas blancas y grises, reparte los alimentos, distribuyendo primero a los más necesitados y a los más jóvenes, pero sin descuidar que todos coman. Conforme los trocitos de comida van llegando a los picos, los pájaros levantan su mirada al cielo para agradecer los alimentos, pero también para agradecer la paz en la que sus vidas transitan.
Después de comer, el círculo no se disuelve. Por el contrario, todos se acercan más y se acurrucan unos cerca de otros, para escuchar lo sucedido durante el día y las historias que recuerdan o inventan los más viejos. Los pájaros jóvenes inician las noticias del día, contando que esta mañana encontraron al cartero Arturo ―como ya es sabido por todos los que participan en la sobremesa, antiguo guardia de los jardines del rey―, distraído y caminando por las calles cercanas al malecón. Volaron tras de él, sigilosos, sin hacer ruidos ni mover muy rápido las alas, y al grito de ¡fuego! descargaron todo lo que guardaban en sus pequeños pero furiosos intestinos. El hombre solo tuvo tiempo de amenazarles con sus enormes manos, pero nunca pudo sacar su honda y cargarla de piedras. Sus manos solo sirvieron de escudo para evitar quedar manchado completamente como un dálmata. No hay un solo pájaro que desconozca al cartero y que no le cobre por sus actos pasados, cada vez que es posible.
El viejo y enorme cormorán —traído desde muy lejos, como un regalo extravagante para una familia de la alta sociedad y escapado de la jaula de oro en que lo mantenían—, de lustrosas plumas negras y pico grueso, cuenta sobre sus años de esclavo, ayudando a los hombres a pescar en el río Li. En este paraíso acuático rodeado de montañas macizas con nombres impronunciables e incoherentes para un pájaro ―como La roca de los nueve caballos, El niño adora a Buda o La mujer que espera al marido, por poner algunos ejemplos―, los cormoranes han sido adiestrados en los últimos 1,300 años para zambullirse en el agua y atrapar los peces, pero sin poder comérselos, pues una cinta les cierra la garganta solo dejando el espacio adecuado para no asfixiarse y para aferrar la pesca. Los cormoranes han aprendido a exigir los peces más pequeños como recompensa por el arduo trabajo que se les impone. Pero este cormorán que habita el malecón sabe que libertad no solo es tener alimento para sobrevivir, es también el valor para seguir descubriendo, la dicha de abrir las alas y volar, y quizá, también sea morir en un peñón tan alto que en la última mirada se pueda contener el recuerdo de todo el universo.
De pronto, todas las aves se callan ante el rechinido pertinaz de la carreta de Ramón, el vendedor de especias, que anuncia su pronta llegada. Las aves sienten a este hombre como uno más de la bandada. Confían en él, en sus profundos y cansados ojos negros, en su sonrisa pura y en sus manos callosas que tienen la tibieza de un nido en primavera. Adoran también y muy especialmente las semillas de ajonjolí que el viejo vendedor les lanza o les deja picotear de entre sus manos, y disfrutan el silbidito que emana de su boca al tararear ese vals para Elisa de Beethoven.
Esta noche las aves notan que el aura azul de Ramón está más fulgurante que nunca. Saben lo que eso significa y procuran guardarse en la memoria hasta el último detalle de este encuentro. No solo le picotean las manos para hacerse con las semillas, esta vez, se las besan con ternura y se dejan acariciar un poquito más que de costumbre. Cuando el vendedor de especias se despide y continúa su camino de regreso a casa, ellos se quedan rogando a la naturaleza que este hombre ―hermoso e infinito ante sus ojos―, renazca mañana convertido en un sublime pájaro de brillantes y aterciopeladas plumas. Así, justo así, es como lo han imaginado siempre. Si Ramón fuera un pájaro, se dicen entre ellos, seguro sería un sobrio zorzal ermitaño, con el dorso marrón, la cola rojiza y con el canto similar al de una flauta muy dulce.