Entre los anuncios de una guerra en Europa y las batallas judiciales en los tribunales de América Central, tropiezo en mi lectura de medios con la cobertura de la Berlinale de este año y en la película «Un año, una noche» que cuenta la tragedia del Bataclan la noche del 13 de noviembre del 2015 cuando terroristas del Estado Islámico lanzaron varios atentados coordinados en diversos puntos de París.
No sigo los grandes festivales en los que el cine de autor muestra su genio combinando la vocación artística y la necesidad de contar historias profundamente personales, confrontadas con la navegación en las aguas turbulentas de los presupuestos que no pueden compararse a los de Netflix o Amazon.
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Pero la temática de la película me atrapa porque recuerdo una caminata por el cementerio de Père Lachaise, en la que a pocos metros de la tumba de Jim Morrison me encontré frente a la de Suzon Garrigues, una joven víctima de ese ataque. Además, el Bataclan es un sitio con más de 150 años de historia, que puede considerarse en sí un monumento a la cultura rock. Desde los años 70, figuras que van desde los Velvet Underground hasta los Foo Fighters han tocado ahí.
La película es una adaptación del libro «Paz, amor y Death Metal» de Ramón González, publicado en 2018. González es un superviviente del ataque perpetrado por los terroristas del Estado Islámico.
Un artículo de El País destaca que la película aborda la tragedia desde la perspectiva de las víctimas y cómo los supervivientes transformaron sus vidas después del atentado. El director de la película, Isaki Lacuesta, en una entrevista, destaca que a partir de trabajar en un proyecto sobre las víctimas de ETA llegó a esta historia del atentado en París, en la que es notoria la ausencia de referencias a los terroristas. Lacuesta señala que buscaba «reivindicar una forma de vida, y creo que está en esas ganas de vivir y de no renunciar al rock, ni a la poesía, ni a la música, ni al estar juntos».
La película coincide con los juicios por los atentados en París, que se celebran ahora mismo. Estos procesos judiciales de enorme complejidad y trascendencia se celebran en una sala especial, que tuvo que ser construida para este propósito. Nadie pone en duda el derecho de las víctimas a obtener justicia. El respeto a las víctimas constituye el mínimo de empatía de un proceso doloroso para un país que vio en estos hechos, los mayores ataques en París desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.
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Y la falta de empatía suele pasar factura. La noche del ataque, los Eagles of Death Metal cantaban Kiss the Devil. Un año después del atentando, cuando la sala fue reabierta, a Jess Hughes el vocalista de esa banda no se le permitió entrar al lugar. Fue rechazado en la puerta, porque en un momento dado, lanzó acusaciones infundadas de las que acabaría retractándose, sobre la complicidad del jefe de seguridad del Bataclan con los terroristas. El propietario del teatro fue enfático: la banda no mostró respeto por las víctimas.
Al terminar estas líneas, me reitero a mí mismo la convicción de que la combinación de respeto por las víctimas y la justicia, podrían ayudarnos a entender nuestro rol de los actos demenciales de nuestra propia historia reciente. Mientras las imágenes de un exmandatario esposado de pies y manos iniciando el camino de la extradición comienzan a replicarse por todas partes…
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