Las calles del mapa que imprimí en mi oficina no tienen los mismos nombres que las del GPS en el celular. Hace rato que doy vueltas con el carro y no paro de sudar. Hace 40 días o más que hace más de 40 grados. Las últimas semanas ha hecho cerca de 45 grados en los momentos más calientes del día.
Está visto que mi blog no va a tener asesinos como “El Pozolero” que deshacía sus enemigos en ácido u otros desalmados que decapitan y queman a sus víctimas. El primero que me toca es un presunto homicida que está implicado en un crimen pasional, en la muerte de una mujer mayor que él.
El presunto homicida es además inversionista a tiempo parcial, profesor de yoga y poeta con libros publicados. Vamos, todo un emo.
Y encima tiene un inquietante parecido a Ramón Valdez. El hombre que personificó a Don Ramón y, con menos fama, al Peterete. La cara angulosa y el característico bigote le dan un aire al papá de la Chilindrina. La forma de comportarse es lo que no deja dudas. Cuando lo llamé, me hizo sentir como el Señor Barriga.
Cuando contestó su celular, me dijo que no era él, que se llamaba de otra forma. Pero que podría darle mi mensaje al presunto. Cuando volví a llamar, el mensaje en la contestadora no deja dudas: es él, se identifica por su nombre. Y desde entonces no contesta. Total, un mentiroso.
Aunque la idea de la persecución es una de las cosas que más disfruto de este oficio, cada vez más siento como una losa este contacto por personas cuyas vidas parecen haber tenido tan estrepitosos traspiés.
La niña de la leucemia, el poeta acusado de homicidio, el ranchero que disparó a los supuestos inmigrantes. En el entronque de sus vidas, tomaron la ruta equivocada. Decisiones que los llevan eventualmente a tomar contacto conmigo, cosa que nunca es buena.
Los persigo, los busco insistentemente hasta que me hablan. Algunos de ellos me hablan, otros tienen más tino. Otras veces hablo con gente que les conoce y me cuentan sus desgracias, sus fracasos, sus caminos equivocados.
Es en esos momentos cuando asalta la duda. ¿Me habré equivocado? ¿En qué? ¿Cuándo? Y, digo, ¿será que estas personas no son tan diferentes a mí? Fallidos todos en algún aspecto u otro.
Siempre queda lugar para la duda. A menos que uno esté arropado por la arrogancia del triunfo y la juventud, siempre queda el sentimiento que cada paso es un paso en falso, una decisión potencialmente catastrófica.
Puede que sea el calor, puede que sea el aire seco del desierto, pero más y más me cuestiono estas cosas en la duermevela que causa un aire acondicionado que no supe programar y se apaga en la madrugada para dar paso al sofoco.
Tendré que rendirme a la seducción del aire. No queda duda. De eso por lo menos, no queda duda. No será la primera vez.
Hace ya casi 10 años, en un verano en Washington, estaba de becario compartiendo un apartamento con un alemán del este (los hubo, alguna vez) y un gringo de Tenesí (los sigue habiendo).
El alemán era un arquetipo del niño comunista que vivió la vertiginosa transformación de su país en los 90. Su facebook da muestras de que alguna vez hasta tocó punk en su adolescencia, cuando recién había caído el muro. Sin embargo, cuando nos conocimos, parecía haber vuelto a las raíces soviéticas.
Tenía tres camisas, una blanca, una negra y una gris. Dos pantalones, grises, de tela basta. Un par de zapatos que, podría jurarlo, parecían de esos que en los días de suerte llegaban a los escaparates de las tiendas en Leipzig procedentes de alguna fábrica soviética en las afueras de Minsk o algo por el estilo.
El gringo, hijo de evangélicos fundamentalistas con una secreta adicción a la pornografía de chicas adolescentes.
El día que el gringo nos dijo que pusiéramos el aire, votamos y perdió. Mi punto era que no estaba acostumbrado a esas comodidades. El del alemán era que el aire acondicionado era un invento imperialista o algo por el estilo.
A mediados de junio, con un calor húmedo que hacía que las sábanas tomaran la consistencia de lonas plásticas, el alemán cambió de idea. Se levantó una madrugada, cerró las ventanas y puso el aire a todo trapo.
A la mañana siguiente, el gringo con aire triunfalista nos dijo que habíamos sucumbido a la seducción del aire. El alemán, sin inmutarse, lo convenció de que ambos habíamos visto cómo se despertaba a media noche, sonámbulo, a cerrar las ventanas y prender el aire.
Dudó, por un momento. Pero fueron tan convincentes nuestros argumentos que el pobre gringo no le quedó más que aceptar que caminaba dormido.
Al final, decidimos entre aceptar que caminamos dormidos y que así son las cosas, y vivir con la duda de si estamos o no equivocados.
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