No cabe duda. Cada pecado trae su propio infierno.
Si el antejuicio contra Manuel de Jesús Barquín Durán se declara con lugar, la participación del partido rojo en las próximas elecciones estaría en serio peligro. Me pregunto: ¿cómo estarán durmiendo tan conspicuos líderes? Supongo que llegando solo a la fase II del sueño, con pesadillas similares a las descritas por Gabriel García Márquez (que también se pueden escuchar aquí) y soñando con los animales absurdos descritos por Jorge Luis Borges.
En cuanto a Ríos Montt —por más que la sala de apelaciones del ramo penal haya ordenado a un juzgado practicar un recurso a su favor para suspender su internamiento en el hospital Federico Mora—, el sufrimiento que viene sobrellevando desde hace dos años no es precisamente para envidiarlo. No se me olvida su angustiado rostro cuando, en una de sus tantas intervenciones ante el tribunal que lo condenó, esgrimió con mucha ansiedad: «¡Yo me presenté voluntariamente al Ministerio Público para ser juzgado porque yo quería que no se me dijera que era un genocida! ¡Porque nunca lo he sido y nunca lo he hecho […]!».
Y genocida se le dijo y como genocida se le sentenció. Lo demás es risible historia.
Inicialmente creí ser yo el único que había percibido dicha zozobra, pero recientemente la revista Contrapoder rememoró «25 frases del testimonio de Ríos Montt en 2013» y colocó esa locución en el puesto número 19.
¿En qué fase del sueño dormirá el general (con minúscula)? No digamos sus familiares cercanos.
Y el otro general (también con minúscula), nuestro aún presidente, cada vez se ve peor. Pero, desde que se notició que una corte de Florida habría autorizado iniciar los trámites para extraditar a la exvicepresidenta Roxana Baldetti, su rostro, por más retoques que le hagan, luce cadavérico.
El sufrimiento que se ve en las personas mencionadas tiene dos fuentes. Una, inherente a las posibilidades que les espera, la cárcel entre otras. Otra, relativa a esa fractura interior que les ha de provocar terribles impedimentos para llevar una relación grata con los suyos y con quienes les rodean. Las cortes de aduladores que han tenido a su lado están desapareciendo o han desaparecido para uncir su carreta a otros espantajos. Y, sin darse cuenta de que solo quedan como hazmerreíres, en un desfase digno de aquellas locuras que solamente puede concentrar el hospital rebonito, ante los señalamientos del Ministerio Público y la Cicig se dan por ofendidos, convocan a marchas y vigilias, se dan baños de santidad y juran por todo lo creado que poco les falta para ser declarados beatos.
¡Qué capacidad tienen estos tipos para ejercer la maldad! Transgreden cuanto código de conducta existe. La inmoralidad solapada pareciera ser su norte. Lo justo y lo legal se los pasan por el arco del triunfo y poco les importa arrastrar en su caída a su familia.
Hace algunos años tuve que escuchar los desahogos del hijo de un funcionario público. Me abordó en una transitada calle de Cobán. Necesitaba dialogar con alguien. Su preocupación estribaba en el desbarajuste que el indecente burócrata estaba provocando en su familia. La apropiación de los dineros del pueblo, las mordidas y su impúdica vida no le eran ajenas. Lo oí, pero nada le pude decir. Nada pude hacer. La debacle familiar les llegó poco después. Y hasta la fecha me pregunto: para el ahora exfuncionario, ¿habrá valido la pena perder a los suyos en aras de sus efímeros placeres y sus —ahora esfumados— dineros mal habidos?
Qué duda cabe. Me lo dijo un jesuita hace muchos años: «¡Cada pecado trae su propio infierno!». Mas a estos avechuchos ni por el pellejo les entra la experiencia.
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