Se decía ateo y comunista, pero juro que durante mi vida lo escuché dos veces orando con todo el fervor de su alma: una para agradecer el nacimiento de sus primeros nietos y la otra para espantarse los zopilotes que sentía sobre el hombro cuando estaba ya senil.
Capitalinos por generaciones, de esos ladinos arribistas sin arraigo, sin tradición. Clasemedieros por mérito propio, sin pena pero también sin gloria. Esa es la herencia de mi linaje. Sin equipo de fútbol, sin mayor patrimonio, sin deidades, como si el valor familiar fuera el desarraigo. El desarraigo o la libertad de elegir lo que se te dé la gana porque ejercitar el criterio propio es un lujo. O ambos, ya ni sé.
En fin, puedo decir que conozco de Dios porque hemos cruzado miradas en varias ocasiones. El colegio religioso, los varios bautizos, los pastores gritones, las universidades nada laicas, las iglesias de dudoso financiamiento y los ritos sincretizados han sido un éxodo de búsqueda espiritual que me ha llevado a descubrir certezas eternas por caminos inciertos.
Leí de Dios en la Biblia que mi viejo me compró. Nos recuerdo caminando de la mano hacia la librería Loyola: –¿La querés de pasta roja o azul? Igual dice las mismas pajas –dijo ante la mirada atónita de la cajera. –Roja –respondí con toda la convicción que me permitían mis nueve años de edad.
En ese mismo año hice la primera comunión. Y fue durante esta celebración que recibí como regalo las aventuras de Miguel Strogoff edición de lujo de manos de una tía abuela ricachona a la que casi nunca más vi. Fue el primer libro sin dibujos que leí a voluntad. Recuerdo haber pedido a Dios poder atravesar la Siberia nevada, como lo había hecho Miguel, quien a mi parecer, tenía el porte de un joven Kenny Rogers. Esa oración no ha sido respondida, pero me sigue palpitando en los insomnios.
–Papa, ¿por qué la estatua de Jesús tiene tres dedos levantados?
– Porque dice que si se cae, aplastaría tres carros de un solo –respondía mientras machucaba una colilla humeante en el atrio de la iglesia.
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Y yo de blanco inmaculado como la nieve siberiana, caminando por el eterno pasillo de la iglesia con zapatos de charol, temiendo no ser digna de este reconocimiento tan importante. Ese sentimiento sigue acompañándome al día de hoy, ese de no sentirme merecedora, especialmente cuando me pasan cosas buenas.
Para mí, Dios tiene aires relajados y sonrientes, como tenían las monjas de jeans y sandalias, de esas que conocí en el colegio de mi infancia. Durante ese tiempo, Dios me hablaba en inglés mientras yo aprendía a tejer sabanitas de crochet para los niños de la guerra en San Miguel Uspantán. Muchos años después comprendí la importancia de esta ubicación en el contexto histórico ochentero y de Miguel Strogoff, Uspantán era el arcángel de la milicia celestial. Dios podría haber sido duro con otros, pero conmigo siempre suave como lana tejida entre mis dedos de niña.
Leí de Dios también en los libros de Lobsang Rampa que me prestó un amor platónico que tuve durante la adolescencia. Plomero inglés que se creía monje budista ese que abrió mi cabezota a la posibilidad de una espiritualidad sin tanto juicio y sin tanto trámite. Pero, más complicado que el camino al Potala es eso de las posibilidades más amplias. El Dios tolerante y conciliador que conozco es el mismo que veneran las señoras con las que crecí y no lo pareciera. Cometí el error de reunirme con ellas alguna vez y me vi en la penosa necesidad de confesar mis diversidades religiosas:
–Rara esa su religión, usted, que le permite juntarse con tanto gay…
–Ay –interrumpiéndola– me permite juntarme con putas también, chula. Y hasta invitarlas a desayunar. Así hacía Jesús, ¿se acuerda?
Y no tuve ninguna otra respuesta de la mujer que quiso juzgarme, pero sé que Dios me guiñó el ojo por contestona y por haber masticado a medias el Nuevo Testamento.
Continuará.
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