Hace poco menos de un día que la encontré en una estación de Amtrak en Lamy, un pueblito cerca de Santa Fe. La estación cuenta con apenas un andén, un area de espera y una oficina donde hay un intercambio de libros repleto de manuales de computación de los 90′s y compilaciones empastadas del Reader´s Digest.
Durante mi espera de tres horas, sí los trenes llegan tres horas tarde en este país, encuentro una copia sesentera de “A brave new world” de Huxley, prueba de que hay joyas escondidas en casi todas partes.
Hace ya rato que dejamos atrás las montañas de Santa Fe, las reservas de indios donde hay casinos “Vegas’ Style” y la carretera principal entre Albuquerque y Las Cruces. Hace poco que atravesamos una vasta pradera en la parte alta del desierto de Chihuahua, de camino hacia Roswell, donde esperamos visitar el museo de los ovnis.
En la ruta, atravesamos pueblos a punto de convertirse en pueblos fantasmas. Apenas aferrados a uno o dos comercios que aún están abiertos. El recorrido se antoja como un viaje al pasado, salvo por unos destellos de modernidad en Roswell, pareciera que la región se quedó atorada en las décadas anteriores. La arquitectura, los autos viejos en las entradas a las trailas, el desierto…
Aparentemente alguna carretera más grande mató estos poblados que vivían del tráfico.
Las casas desiertas, los negocios abandonados y el paisaje de desierto, de un antiguo punto de estacionamiento de casas rodantes, se confabulan para aplastarme el alma y remitirme a la idea de que lo mismo le pasa a las relaciones entre personas. Al final no quedan más que casas solitarias, cercas derribadas, maleza y puntos de encuentro que nadie más visita.
Me sorprende que en este lugar donde hace años se estacionaban viajeros en casas rodantes no haya basura, ni una sola. Está abandonado, es cierto. Derruido y a punto de sucumbir al óxido y la podredumbre, pero no hay basura. Y me preocupa que las relaciones entre las personas, las abandonadas y las presentes, no puedan mantenerse así de limpias.
Me angustia que siempre, en el trato diario o en la ausencia, vamos dejando tiradas bolsas de Tor-Trix y cajas de Pollo Campero emocional. Y hoy no sé si prefiero la desolación a la basura.
Con sus alienígenas de kermesse ochentera, fotocopias de periódicos de la época del incidente de Roswell y otras porquerías mal juntadas en un salón del tamaño de un gimnasio, el museo es un fiasco. Son quizá los diez dólares peor invertidos del viaje y de algún modo mezquino me regocijo de que haya sido mi hermana quien pagó las entradas para esta visita que fue mi idea.
Solo por joder le saco una foto frente a una representación con maniquíes de cómo podría haber sido la autopsia de un alienígena. Hago esta especie de puesta en escena solo para joder a una chilena que estuvo insistiendo que su hija posara para la misma foto, parada frente al escaparate donde dos maniquíes vestidos de época destazan a un extraterrestre en una camilla en cuya parte de abajo hay diarios de 1947. Creo que la señora se da cuenta que me estoy burlando de ella y decide continuar el recorrido junto a su familia.
El paisaje cambia de nuevo. El alto desierto da paso a las montañas. Veo un bosque por primera vez en días, en meses. Hay un punto donde, en las márgenes de un río hay un campo con pasto y árboles de fuertes ramas y sombra acogedora. En medio de una aridez imposible, hay un lugar donde me imagino haciendo una fiesta de verano, con barbacoa y cerveza y amigos al atardecer.
Conforme escalamos la montaña, la temperatura baja, aparecen los pinos y la lluvia. A lo largo de los cientos de kilómetros recorridos y el cambiante paisaje, hay algo que se mantiene. Hay pobreza por todos lados, aún en las afueras de Ruidoso, una ciudad de descanso donde van a esquiar quienes pueden en el soroeste de Estados Unidos.
Durante todo el camino, mi hermana, que vive en las planicies del medio oeste y tiene años de no ver una montaña viene sufriendo un ataque de nostalgia. “Ay, mire, se parece a Zacapa con lo seco que es…”, “Mire, se parece a San Lucas, se parece a Tecpán”. Chapina, al fin. O quizá sea cosa d los centroamericanos, no sé. Yo conocí a un hondureño que juraba que Tegucigalpa se parece a San Francisco, por el hecho que está construida sobre colinas.
Por fin llegamos al desierto de arenas blancas, el final de nuestro recorrido. No hay palabras para describir esto. Es una inmensa colección de dunas de arena blanca depositada hace millones de años en este lugar. La paz de estas vastas extensiones de blancura total se ve rota solo por algunos niños que se deslizan en las dunas y familias que ríen en las mesas de picnic. Por más que me esfuerzo no encuentro una sola basura aquí tampoco.
Volvemos hacia El Paso, es de noche… y en el horizonte, en México una tormenta eléctrica amenaza con hacer caer los cielos. Pienso en el Brave New World, en las reservas que describía Huxley, en lo mucho y lo poco que se parece al presente ese mundo fantástico y aterrador que describía allá por los años 30 cuando mi mamá era apenas una adolescente.
La carretera es toda recta de Alamogordo hasta El Paso y cuesta no dormirse en esta monotonía. Es un poco como la vida en estas vastas planicies del desierto, cuesta estar despierto. Cuesta no tirar basura.
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