Nosotros vivíamos en una comunidad vecina de la cabecera departamental, un área con muchos árboles, ardillas, aire fresco, una comunidad humilde y vecinos amables. Allí construimos nuestra casa y, en la entrada, un pequeño negocio de comida económica. A un kilómetro de mi casa se estableció ese negocio, justo frente a la entrada a la finca de unos amigos muy queridos a quienes visitábamos con regularidad.
En una ocasión, mis amigos se encontraban sumamente preocupados porque hacía unos días, mientras limpiaban la plantación de aguacate, vieron que a un costado de la carretera de entrada al prostíbulo venía un hombre corriendo con cara de angustia. Corría con dificultad saltando dentro del pasto y a veces tropezaba. Ellos ya se disponían a ayudarlo cuando el sujeto se detuvo repentinamente, levantó un arma y golpeó algo «entre el monte». Casi al mismo tiempo se escucharon los gritos de una mujer. Obviamente, mis amigos se asustaron mucho y se escondieron para evitar ser descubiertos. Sabían que, de ser vistos, ellos o sus hijos habrían podido ser víctimas de represalias.
Un par de días después llegó al restaurante, como solían hacerlo, un grupo de jovencitas. Venían caminando desde aquella entrada, siempre con dos hombres armados que las custodiaban a distancia. Venían a comprar sopas de vaso o huevos en la tienda de enfrente y me pedían agua caliente para preparar su desayuno. Su olor era peculiar, como una mezcla entre licor y perfume. Eran muy jóvenes, me parece que tan solo un par de años más grandes que mi hija. Ese pensamiento me hacía verlas con compasión. Las pasaba adelante, personalmente les servía café y les preparaba lo que traían para comer.
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Con el tiempo tomaron confianza y conversaban conmigo. Claro, entre dientes y sin levantar la vista, haciendo como que leían el periódico para que el custodio no notara que me hablaban. Una contó que era originaria de Honduras, que allá había conocido a un sujeto y se había casado con él. En la luna de miel, este la trajo a Guatemala y nunca la dejó regresar. Otra me contó que salió a una discoteca en El Salvador y que estando allí conoció a un chico muy educado y «de buen ver». Él ofreció ayudarla a buscar empleo. La trajo a Guatemala y la prostituyó. Él era quien les llevaba a su hijo y a su madre el dinero que ella ahorraba. Su madre construyó una casa y su hijo estudiaba en un buen colegio. Ella era mayor que todas: tendría unos 27 y era la única que podía salir sin vigilancia.
A pesar de que yo sentía muchísima pena por ellas, jamás me atreví a denunciar. Sobre todo porque los policías que patrullaban eran sus amigos y se habría sabido fácilmente que yo había hablado. Un día, el señor del camión repartidor de agua pura me contó que había estado tocando el portón del negocio, que nadie le abría, que llevaba tres días así y que hasta había intentado volver más tarde para dar tiempo a que se despertaran. Cuando volvió, vio zopilotes sobrevolando la casa patronal y fue a dar parte a la Policía.
Nunca más volví a ver ni a las jóvenes ni al guardia. Cuentan las malas lenguas que un cartel de drogas hizo un ajuste de cuentas en el sitio. También dicen que todos fueron encontrados muertos aparentemente por arma de fuego. Nunca supe si fue verdad, porque todos hicimos como que nada pasó. A veces quisiera pensar que estas niñas volvieron a casa y que tal vez una persona más valiente que yo hizo lo correcto.
En el marco del día internacional contra la explotación sexual, quiero recordarlas, aunque nunca supe sus nombres. El llamado a la acción es para que nos atrevamos a actuar a pesar del miedo. Ahora existen otros canales de denuncia y puede hacerse a través de otras instituciones, y no de forma personal. Enseñemos a nuestras hijas y a nuestros hijos que esto les puede suceder.
Pero sobre todo hagamos conciencia de que, si no hay clientes, no hay trata.
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