Estamos, entonces, parados a la orilla del cañón. Aprovechamos a tomar un descanso de nuestro recorrido en bicicleta por la orilla del impresionante barranco y observar a un hombre que se prepara para tocar una flauta de madera.
La gente que llega al cañón en otoño pareciera ser una casta más oscura y densa que los veraneantes. Cuando hace calor, hay familias, turistas holandeses y alemanes muy floreados ellos. Ahora que las hojas comienzan a enrojecer, hay mucha más gente vestida de negro y jóvenes con apariencia de góticos.
El flautista es lo más parecido que podrían tener los gringos a un perroflauta. No tiene perro, pero estoy seguro que si algún día viaja a Europa o Centroamérica, se consigue uno callejero que lo acompañe a tocar la flauta enfrente de alguna catedral.
Estoy, digo, estamos frente al gigantesco barranco contemplando la grandeza del paisaje esculpido por el agua y el viento a lo largo de millones de años y el chavo comienza a tocar la canción de su pueblo. Unas cuantas notas y la reconozco. Es nada más y nada menos que El Cóndor Pasa.
Uno de los chicos me pregunta, no sé si con inocencia o con sorna, si esa es la canción que inspira sentimientos de sabiduría al tiempo que el perroflauta se deshace en filigranas de viento-madera mientras la brisa hace bailar las borlas de su gorro andino.
Vamos de vuelta al carro, a toda prisa porque una de las ruedas de mi bicicleta amenaza con desinflarse y porque cada minuto hace más y más frío y el viento parece como hecho de dagas heladas que rasgan la cara y las manos.
Y mientras vamos de regreso pienso en lo trillado, en lo cliché y lugar común, que puede resultar sentarse frente al cañón del colorado a tocar El Cóndor Pasa mientras un rebaño de turistas chinos pasa detrás de uno y asiente con la cabeza al reconocer la canción que se ha convertido en la melodía que internacionalmente inspira sentimientos de sabiduría.
Supongo que el perroflauta lo sabe y supongo que a él eso de ser un cliché andante le preocupa bastante menos que a mí. O quizá ni siquiera es algo en lo que se para a pensar.
Y mientras algunos huimos del lugar común, de convertirnos en esa caricatura acartonada de quienes supuestamente somos, otros lo abrazan con todas sus fuerzas.
¿Qué sería más lugar común que sentarse a tocar la flauta frente al cañón? Quizá sólo ser un millonario de las punto com que a sus sesenta y pico de años decide irse a un país paradisiaco y tropical donde comete un horrendo crimen luego de llevar una excéntrica vida, salpicada de aventuras eróticas con prostitutas veinteañeras y luego escapa, junto con su hermosa y joven novia, a un vecino país tropical donde la ley se vende al mejor postor.
¿Y más cliché aún? Quizá solamente encontrar un abogado famoso por retorcer las leyes y representar a militares genocidas. Pero eso ya sería el no va más. Sería el colmo de las películas que transcurren con un país bananero como trasfondo.
Sé que es un lugar común, pero pasamos cuatro días maravillosos en nuestras vacaciones, viajando por los bosques del norte de Arizona.
Tratamos de huir de los clichés, tratamos de hacer cosas distintas como ir a visitar un observatorio de radiotelescopios compuesto por decenas de antenas gigantescas en medio del alto desierto de Nuevo México. A veces nos sale y resulta que andar un rato en bicicleta, sorteando las inmensas parabólicas resulta el punto alto del día.
Otras veces fallamos y caemos en el lugar común. Mientras el perroflauta seguía torturando las notas de la canción andina, pasaron tres chicas enfundadas en esos pantalones de licra para hacer yoga que las universitarias se ponen cuando llega el invierno.
No sé cuántos segundos habrán pasado, no sé si el flautista habrá comenzado de nuevo la melodía pero yo me había quedado absorto en la contemplación del paisaje hasta que un “papa, no seas shuco” me trajo de vuelta a la realidad.
Supongo que no siempre podemos escapar de nuestros particulares clichés.
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