Recuerdo una de las latas en especial porque contenía unos pomos muy pequeños llenos de brillantina y mostacilla, una bolsa de conchitas de mar y una colección de platitos de cobre en miniatura. Los pomos se los regalamos a una de nuestras primeras lectoras destacadas, Nahomy, a quien de cariño su familia la llama Pomito.
Una vez llegaron a la biblioteca los pequeñines de la escuelita de párvulos. Entre ellos venía mi nieta Fernanda. Estaba, pues, muy contenta improvisando la tarea de cuentacuentos. La historia elegida hablaba sobre unos dinosaurios que tomaban un baño. Tenía bellas ilustraciones, en las cuales se podían apreciar conchitas de mar sobre arena.
—¿Qué ven sobre la arena?— pregunté señalando las conchitas (ignorante, como buena privilegiada) mientras los niños se veían unos a otros con caritas de confusión.
—¡Yo sé! —dijo Tiburcio—. Son unas cosas que las mamás compran para adornar la pila.
—¡Son conchitas de mar! —respondió Fernanda, pues nosotras habíamos ido a la playa.
Inmediatamente volteó un compañerito y le respondió burlonamente:
—¡Ja, ja, ja, ja! ¡Erhh! ¿Cómo se te ocurre, Fer? ¡El mar no existe! Es ficción.
Fernanda y yo nos quedamos de una pieza. ¿Cómo pretendía yo que estos pequeñines conocieran el mar si son chiquitos que con dificultad pueden salir de paseo a ver a la abuela en la comunidad vecina? Haciendo de tripas corazón, aproveché el momento para hablar del mar y de su cuidado, enseñar fotografías y hacerles la promesa de que, si leían mucho, los llevaríamos a conocer el mar. Tres años después, a base de donaciones conseguimos llevar a 96 niños y niñas a pasar el fin de semana en Monterrico.
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La historia más encantadora que salió de la caja fue la de los trastecitos de cobre: un día, mientras jugábamos en la escuela de vacaciones, en el fondo de la biblioteca había una nena que estaba estudiando muy concentrada. Al terminar las actividades me acerqué a ella y le pregunté si había perdido Matemáticas durante el ciclo escolar. Me contó que estaba preparándose para ganar el examen de admisión en la escuela de agricultura, adonde pretendía ingresar interna. Con los trastecitos pudimos ejemplificar perfectamente operaciones entre conjuntos, lo que le valió para completar exitosamente su ingreso a la escuela. Desde ese día (hace seis años), esa niña no ha detenido la marcha. Hace una semana nos enteramos de que cumplirá su sueño al convertirse en la primera chica del municipio de Purulhá en ingresar a la universidad Earth, en Costa Rica, y, por si fuera poco, de que sus méritos le permitieron acceder a una beca completa.
Las donaciones son el combustible de este proyecto social, que trabaja sin presupuesto. Me ha tocado tanto pedir como adjudicar, y por supuesto hemos aprendido grandes lecciones en ambas vías. Como presente de fin de año, quiero ofrecerlas para quien desee tomar esta experiencia:
- A ningún ser humano le gusta ser objeto de caridad. Abogo por ser solidaria.
- Hago las cosas lo mejor que puedo y las entrego como me gustaría recibirlas.
- Hacer llegar mi aporte hasta donde se necesite. A veces las personas no pueden venir por lo que ofrezco.
- No todo lo que tengo para donar es útil para todos.
- Todo lo que tengo puede ser útil para alguien, pero debo buscar el lugar y el momento indicados.
- No debo esperar que la persona a la que apoyo esté agradecida eternamente y sometida a mi voluntad.
- Si lo que deseo es sumar, mejor pregunto antes.
- Sin importar en qué situación esté, siempre puedo dar algo. Puede ser una palabra gentil en momentos de angustia.
- Hay iniciativas establecidas en las que una donación puede ser multiplicada. Es mejor apoyar proyectos productivos.
- Si apoyo a alguien, debo hacerlo desde el respeto y la dignidad.
- Si gestiono donaciones, no tengo que recibir todo lo que las personas quieran dar. Lo que buscan algunas personas es limpiar su casa y luego apoyar.
- No todo lo que tiene gran valor sentimental para mí tiene uso en casas ajenas.
Mis mejores deseos en las fiestas de fin de año. Gracias por leerme.
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