No lo tomemos a mal: claro que conozco de memoria las canciones, son parte de mi machista cultura. Pero, personalmente me rehúso a admirar a quien acosó a tantas mujeres. Nada tiene que ver su poderoso galillo, es todo lo que este señor representa.
Más de la mitad de los femicidios cometidos en el mundo suceden en esta ranchera latitud. Somos un continente machista y Chente lleva la bandera. La cultura entra por los oídos, quiero decir. En la mente, en la calle de manera cotidiana pero también en la legislación, la insistencia de escuchar a Chente ha tenido alguna incidencia.
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Y no, no es culpa de Vicente. En alguna medida es directo resultado de todas las veces que lo escuchamos, de cómo hemos normalizado el beber para deshumanizar y las veces que permitimos que el guaro abra la puerta a nuestro machista inconsciente. Dos hechos innegables son que Vicente es eterno alero de borrachera y recalcitrante machista.
Mi punto es que el borracho de botas que solo se permite llorar en la cantina, se ha quedado sin voz. «¿Pero, y las mujeres divinas…?», comentaron los tercos. «Pero queda Bad Bunny…», rebuznaron otros. Quedan machos y quedan muchos. Pero quedan avergonzados y mudos ante una mujer que decida cuestionarlos. Doy fe de esto.
Esta es mi duda: ¿qué rol nos corresponde desempeñar ante la evidente agonía del machismo latinoamericano? Consideremos los roles atribuidos al macho, ese que «con dinero y sin dinero hace siempre lo que quiere», ese que sigue siendo «el rey». Consideremos también los roles de la mujer del macho: la que encerrada en casa aguanta la penqueada y luego cocina un caldo de huevos aderezado con sonrisa y silencio.
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Las mujeres latinoamericanas estamos mutando. Somos seres transicionales entre una era y otra, porque (después de mucho) medio disponemos de nosotras mismas, medio decidimos sobre nuestros cuerpos y desempeñamos cualquier actividad, aunque ganemos menos. Aún no logramos paridad, no se nos considera pares aún, pero comprendemos que la brecha entre roles se cierra un milímetro por vez, a punta de empujones, monumentos pintarrajeados y aprendizaje social. A estas alturas, se inventaron ya las sopas Maruchan y los hombres están ya capacitados para utilizar el microondas. Algo hemos avanzado en esto de la igualdad.
Hitos caen (como en el caso de Chente) y la sola idea de ese ajuste social –más evolutivo que procurado– los hace temblar hasta las botas. Los machos latinoamericanos y su increíblemente frágil masculinidad están desapareciendo. El apocalíptico final será como cuando se apague el sol: nos enteraremos algún tiempo después, pero el golpe será inevitable y certero. Tienen aún tiempo para acostumbrarse a la idea, pero ya lo dijo Darwin: o se adaptan o se mueren, señores dinosaurios.
«No sé si creas las extrañas cosas que ven mis ojos, tal vez te asombres, las pencas nuevas que al maguey le brotan vienen marcadas con nuestros nombres». Nuestros nombres de mujer, señores, porque conocemos ya un poco sobre los secos frutos de la obediencia y el exquisito sabor de la independencia.
Atestiguamos el fin de una era, mientras que al montón de machirulos les da el soponcio solo con hacer evidente esa agonía. Y lo recriminan con un reproche, como dicta la ley del monte. La muerte de Chente es, sin duda, un golpe directo a la penca del maguey.
Les recomiendo que abran los oídos a este certero anuncio: la masculinidad es cada vez más frágil. La transformación llegó y el patriarcado cae. Las mujeres somos responsables de nuestras acciones, emociones, reacciones y orgasmos. Y ahora lo sabemos.
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