Lo curioso es que, el 11 de junio, en la Plaza de la Constitución, de nuevo me encontré con personas que se identifican con ideologías de izquierda, centro y derecha. También con muchas otras que dicen no tener ideología, muestra del largo camino que nos queda por recorrer. Paralelamente, en redes sociales, algunos celebraban irresponsablemente el supuesto fracaso de la convocatoria de la extrema izquierda, algo que fácilmente se puede refutar al ver los distintos comunicados de las organizaciones y los colectivos que invitamos a manifestar y la respuesta que tuvimos en redes sociales y en la plaza. Lo distintivo de quienes pidieron que no se llegara a la plaza por cuestiones ideológicas, y que hoy también buscan desestabilizar el trabajo del MP y la Cicig, es que reducen la ideología política a una maniobra discursiva para producir miedo y odio, con lo cual desechan valiosas oportunidades de aportar verdaderas críticas que construyan debates de los que toda la población podríamos beneficiarnos. Hay sectores que se guían exclusivamente por dualidades básicas como guerrillero-militar, empresario-sindicalista, liberal-socialista. No hay lugar ni en lo social ni en el campo empresarial ni en lo político para la diversidad. Proponer alternativas es percibido como un riesgo al que todos deberíamos temer.
En nuestro país basta con etiquetar algo como izquierda, derecha, socialismo, comunismo o libertarismo, por poner algunos ejemplos, para censurar y descalificar a la persona u organización. Esto es particularmente severo en el caso de lo relacionado con la izquierda, ya que es atacada metódicamente desde medios masivos, círculos empresariales y algunas universidades privadas. Esta táctica es muy efectiva en sociedades con analfabetismo funcional. Leer, investigar, formarse y debatir son actividades innecesarias cuando no producen un beneficio material a corto plazo. Y el miedo nos sigue venciendo, especialmente cuando se difunde empacado como opinión informada, verdad absoluta o hecho comprobado. La psicosis de la conspiración germina fácilmente en la tierra fértil de la población despolitizada y desinformada. Se convierte en ese temor que paraliza, divide y distrae. El caso de Venezuela es un claro ejemplo. Imágenes de supermercados vacíos y de gente haciendo colas interminables son usadas como advertencia de que cualquier cosa que se identifique como izquierda nos conducirá, sin duda alguna, a lo mismo en Guatemala. No defiendo el chavismo, que, a mi parecer, fracasó en muchos aspectos. Pero eso no debería impedirme investigar y leer al respecto e intercambiar ideas, posturas y experiencias con alguien que crea algo distinto. Y ese es uno de los grandes obstáculos que seguimos teniendo.
Creería que las nuevas generaciones, con tanta información a nuestra disposición, romperíamos esos estigmas y esas barreras. Sin embargo, esto está probando ser una tarea difícil. Somos la generación de los titulares. Mordemos el anzuelo y frecuentemente asumimos como verdad lo poco que leemos, incluso cuando se trata de opiniones no fundamentadas. Este tratamiento del contenido ha mutado también en publicaciones hechas en perfiles personales en redes sociales y en opiniones de 140 caracteres. Esta confusión ha sido y sigue siendo una fuente indiscutible de conflictos. Es la receta posmoderna para sucumbir a la comodidad de la indiferencia y del individualismo y evadir las acciones colectivas en las que tengamos que invertir tiempo y energía en explicar, argumentar y defender nuestras posturas. Decisiones válidas, sí, pero indicativas de por qué los procesos comenzados el año pasado pueden requerir años para que den resultados más sustanciales y visibles. A esto debemos agregar las variables del discurso predominante, como el machismo y la percepción social positiva de quienes generan beneficios ignorando las reglas del juego o a costa de los demás.
Es por esto que términos como socialismo o izquierda rara vez son estudiados y comprendidos y se han perpetuado en el imaginario guatemalteco como epidemias que arrasarán y destruirán lo bueno que queda. El costo es la ausencia de espacios en los que las ideologías políticas puedan ser compartidas, debatidas y analizadas, así como la escasa calidad de las opiniones y discusiones en medios y redes sociales. El costo también es continuar perpetuando las divisiones históricas que tienen al país en crisis permanente. Mientras tanto, seguimos entretenidos en este circo de insultos y críticas destructivas, en la comodidad de no arriesgar y en la rigidez de no tolerar lo distinto. Así, a medias, sin involucrarnos, sin movernos ni conmovernos, sin profundizar ni cuestionar, cooptados por el miedo, ¡nadie nos engaña!
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